Cuba: racismo y represión
El régimen tiene que escuchar a los jóvenes artistas pobres y negros que están mostrando a través del hip hop una marginación real e ignorada por el discurso oficialista
Tienen varias cosas en común: son hombres jóvenes, afrodescendientes y pobres. Comparten, desde su arte, el deseo de democratizar a Cuba, de promover un diálogo nacional diverso e incluyente. Confluyen o habitan en San Isidro, un barrio popular y dilapidado de la Habana. Varios de estos artistas y activistas participaron en la canción y videoclip de Patria y vida, que ha puesto a la cultura oficial cubana contra las cuerdas y que ha sido visto por millones de personas.
En estos momentos todos estos activistas sufren diversas formas de acoso y detención. El líder del Movimiento San Isidro, Luis Manuel Otero Alcántara, fue extraído de su domicilio por fuerzas de seguridad el 2 de mayo y recluido, contra su voluntad, en un hospital de la Habana. Durante semanas permaneció aislado, sin acceso a familiares, amigos, o a un teléfono. Los raperos Maykel Castillo, Osorbo, y Eliecer Márquez Duany, El Funky, están encarcelados o detenidos bajo dudosos cargos de “desacato” o “desobediencia”. Otros artistas vinculados al movimiento siguen presos, o sufren otras formas de represión.
En San Isidro confluyen muchas de las tensiones que caracterizan a la sociedad cubana contemporánea. Los residentes de este barrio pobre viven a pocas cuadras de las atracciones turísticas del centro histórico de la Habana Vieja, pero tienen acceso limitado a los recursos y oportunidades de la economía turística, controlada por empresas públicas y privadas que frecuentemente discriminan o excluyen a los cubanos negros de sus plantillas laborales. Mayoritariamente afrodescendientes, los residentes del barrio habrán encontrado anuncios que declaran abiertamente que se buscan “muchachas blancas” y con “buena apariencia” para trabajar en bares, restaurantes y otros servicios. Los negros no son bienvenidos. O han experimentado la indignidad de que se les niegue el acceso a algunos de esos mismos establecimientos, sólo por el hecho de ser negros.
Además, la gente que vive en ese y otros barrios similares de la Habana no tiene la oportunidad de iniciar negocios privados para brindar servicios a turistas. Carecen de los dos insumos principales: inmuebles y capitales. Viven en barrios como San Isidro, caracterizados por el hacinamiento, el deterioro urbano y la falta de infraestructura necesaria para desarrollar negocios en la industria de la hostelería, como casas de alquiler y restaurantes. Tienen acceso limitado a capitales, que en el contexto cubano se generan a partir de las remesas enviadas por residentes en el exterior, especialmente en el sur de la Florida. Las tasas de recepción de remesas son tres veces superiores entre los cubanos blancos que entre los negros. Como expresa uno de mis colaboradores afrodescendientes en la isla, en Cuba el dólar no es verde, sino blanco. La gente de San Isidro vive en una estructura económica crecientemente diferenciada a partir del acceso a las divisas (dólares o euros), que reproduce y profundiza las profundas brechas raciales que tradicionalmente han caracterizado a la sociedad cubana. Estos son los grandes perdedores de una economía que, además, ha colapsado durante el último año debido a la pandemia, a la incapacidad del Gobierno cubano para introducir reformas y a las sanciones económicas del Gobierno de Estados Unidos, intensificadas durante la nefasta presidencia de Donald Trump.
Que los jóvenes activistas de San Isidro hayan recurrido a prácticas culturales para darle sentido a su situación social subordinada y para formular demandas no es algo que deba sorprender. La cultura es el espacio preferido de los actores subalternos para combatir la exclusión y vislumbrar futuros de bienestar, dada la ausencia de alternativas democráticas. Al hacer uso de las artes visuales, la performance y especialmente de la cultura hip hop, los activistas de San Isidro conectan con esfuerzos e iniciativas que, desde la década del noventa, luchan por los derechos civiles de los afrodescendientes cubanos y denuncian diversas formas de violencia estructural y policial contra los mismos. Los poetas, músicos, grafiteros y promotores culturales vinculados al hip hop han estado siempre a la cabeza de estas luchas. Sus esfuerzos han encontrado resistencia oficial y represión en ocasiones anteriores. En las artes visuales, proyectos curatoriales como Queloides, formulados desde el activismo antirracista, han sufrido una suerte similar.
En este sentido, el videoclip Patria y vida y las acciones del Movimiento San Isidro pueden ser concebidas como un momento más en conflictos y luchas de larga duración por definir una nación igualitaria e incluyente. Pero hay algo singular en este esfuerzo, que encarna un protagonismo afrodescendiente que reclama transformaciones fundamentales del orden político cubano. De hecho, el Manifiesto original del Movimiento San Isidro no incluye demandas de justicia racial. Está más bien enmarcado en el lenguaje de los derechos humanos, la libertad de expresión y la creación artística, en oposición al infame Decreto 349 de 2018, que muchos artistas e intelectuales dentro y fuera de la isla rechazaron como un burdo intento de criminalizar formas de creación artística que tienen lugar fuera de los canales oficiales. Al reclamar, desde los barrios, una posición de liderazgo en las luchas por la democratización de la sociedad cubana, estos activistas exigen ser tratados como interlocutores serios y como actores legítimos en el proceso de creación de una Cuba mejor. Son raperos, artistas, intelectuales, jóvenes y afrodescendientes. Y están pidiendo su sitio en la mesa nacional.
La reacción de las fuerzas de seguridad indica claramente que las autoridades no reconocen a estos actores como interlocutores legítimos. La intensidad y la calidad de la violencia policial desplegada contra los mismos muestra un desprecio marcado hacia sus exigencias, sus áreas de acción (el barrio) y sus personas, que han sido violentadas sin miramientos legales. Es difícil no asociar la absoluta falta de consideración mostrada a estos activistas, a sus hogares, a sus obras de arte, a su integridad corporal, con nociones generalizadas de inferioridad negra. Algunos funcionarios se han referido a estos activistas como “marginales”, un epíteto que denota a personas que viven al margen de la comunidad cívica, que aplica históricamente a personas de ascendencia africana. En Cuba, la marginalidad tiene color. Es un proxy para hablar de negritud, y de todos los atributos negativos que están socialmente asociados con ella.
La cultural oficial cubana lleva años hablando en nombre de los humildes. Ahora los humildes, desde San Isidro, han alzado la voz. En lugar de reprimir, las autoridades deben escuchar.
Alejandro de la Fuente es catedrático de Historia de la Universidad de Harvard y director del Instituto de Investigaciones Afrolatinoamericanas.
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