Rojos y blancos
Hay países prohibidos y otros que uno se veda a sí mismo, para evitar que la persecución o el maltrato a sus minorías te haga partícipe por delegación
Una noche fui tomado por bielorruso en un bar de copas de Vilnius donde entré para distraer mis pesquisas de reportero ocasional. Era la primavera del año 2004 y hacía mucho frío en la capital lituana, por lo que yo llevaba un abrigo ampuloso de hechuras; no era de corte militar, pero tenía algo de casaca del antiguo régimen. ¿Parecí en aquel bar dudoso un representante de la Guardia Blanca, o miembro camuflado del KGB? Estaba allí, enviado como otros colaboradores del periódico por EPS, para contar por escrito cómo se vivía en cada uno de los diez nuevos miembros la incorporación a la Unión Europea, y me habían correspondido los tres países bálticos. Del viaje recuerdo la manifestación de dos creencias con fe interrumpida: las iglesias católicas llenas de nuevo en Vilnius (“ir a misa se ha puesto de moda, moda anticomunista”, me dijo una traductora, judía agnóstica, que me acompañaba), y el santuario al aire libre de Grutas Park, donde las estatuas de Lenin, Stalin y otros profetas caídos en desgracia se exhibían sin pedestal en una especie de Terra Mítica del marxismo.
Me he acordado también de las paradas posteriores en Estonia y Letonia, habitados entonces por grandes contingentes de rusos y no pocos bielorrusos auténticos; ahora un periodista opuesto al dictador y títere de Putin ha sido, con su novia, raptado en un avión comercial y nosotros, se dice, vamos a poder viajar quizá pronto a destinos antes cerrados. Una reliquia del paleolítico que conservo es el pasaporte franquista con el listado de los países del telón de acero que no podías pisar. Hay países prohibidos y otros que uno se veda a sí mismo, para evitar que la persecución o el maltrato a sus minorías te haga partícipe por delegación. En lo que a mí respecta, creo que ya no iré nunca a Rusia. Con las ganas que tengo de ver el Hermitage presencialmente.
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