Las vergüenzas de la democracia colombiana
La represión no solo sirve para acallar las demandas sociales y frenarlas. También es la receta que tiene el uribismo para quedarse en el poder y salir airoso en las elecciones del año entrante
Hace muchos años, un político colombiano llamado Darío Echandía, cansando de ver cómo en Colombia convivían la institucionalidad democrática y la represión, concluyó que la democracia colombiana se parecía a un orangután con sacoleva. Es decir, que era una democracia de apariencia, que presumía de sus formas y que se vestía de ellas solo para ocultar su persistencia en las vías de hecho.
Yo comparto esa definición: la democracia colombiana es una farsa que ha sabido disfrazar con elegancia su ethos primigenio y brutal. Una farsa que además ha sido exitosa porque cuenta con adeptos que creen en ella.
La democracia colombiana ha interiorizado la represión con una facilidad que envidiarían las dictaduras. Prueba de ello es la desenvoltura con que el presidente Duque ha recurrido a la represión para acallar las demandas de los jóvenes que llevan ya un mes protestando en Colombia.
Las cifras de muertos, de capturas arbitrarias, de abuso de la fuerza y hasta de desaparecidos no pesan ni en el Gobierno ni en los centros de poder que se han dedicado a hacer lo que mejor hacen: a quedarse callados ante los atropellos y a mirar para el otro lado cuando civiles armados salen a disparar contra las marchas ante la mirada cómplice de la policía, como si eso no se llamara paramilitarismo.
Los 43 jóvenes muertos a manos de la brutalidad policial registrados por la ONG Temblores no han suscitado ni una declaración de rechazo por parte del Gobierno o de su partido. Para entender la falta de empatía del presidente: sale a condenar de manera diligente los bloqueos que afectan la economía y sobre todo al gran capital pero no ha tenido tiempo de mandarle un mensaje de solidaridad a la madre de Santiago Murillo, un niño de 14 años que murió por una bala que le disparó un policía cuando llegaba a su casa del colegio.
En Colombia está prohibido el uso de armas de fuego por parte de la policía en manifestaciones públicas, pero en la práctica los policías las están utilizando para reprimir la protesta. El uso desproporcionado de la fuerza se ha convertido en otra de las líneas rojas que la institucionalidad ha trasgredido sin mayor problema. Uno de los primeros muertos fue un joven de 17 años que intentó darle una patada a un policía. El agente se bajó de su moto, sacó su pistola y lo mató.
Tampoco hay indignación por los 1133 actos de violencia física contra los protestantes que registra Temblores, ni por los cerca de 43 jóvenes que se han quedado sin un ojo por las balas de goma que dispara el Esmad. La cifra de detenciones arbitrarias que asciende a más de 1445 les tiene sin cuidado.
A la narrativa oficial no le importa que a los jóvenes se les capture, se les monte en camiones y patrullas de la policía donde muchos aseguran haber sido víctimas de la violencia y que a las mujeres se les agreda sexualmente como si fueran un botín de guerra. Tampoco le parece un atropello que no se les permita llamar al abogado ni a sus familias, y se les mantenga incomunicados por un tiempo que excede el permitido por la ley. No inquieta el hecho de que haya un número preocupante de personas que fueron capturadas y que no aparecen, ni que la Fiscalía aborde este atropello como si se tratara de un procedimiento normal. La semana pasada la entidad anunció que de las 419 personas que habían sido reportadas como desaparecidas ya habían aparecido 219, pero se seguía en la búsqueda de otras 129 personas.
La represión en Colombia siempre ha tenido una justificación ideológica y se ha hecho dentro de los causes constitucionales. Esta democracia de sacoleva permitió en los años veinte que una huelga de trabajadores de la United Fruit Company fuera reprimida y terminara en una masacre que recobró del olvido García Márquez en Cien años de soledad. Esta democracia es la misma que a final de los cuarenta protagonizó La Marcha Del Silencio en la que se denunciaron los atropellos de la represión estatal y que terminó en el magnicidio de su líder, Jorge Eliecer Gaitán.
Esta espantosa contradicción entre el culto por las formas y la represión se vio reforzada con la llegada al poder del expresidente Uribe. Al amparo de su política de seguridad en donde se impuso el todo vale con la excusa de la guerra contra las FARC, se produjeron capturas masivas de civiles, se interceptó ilegalmente a periodistas críticos y a miembros de la oposición. A la protesta se le dio el trato de auxiliadora del enemigo interno, que era la guerrilla.
Con las FARC desmovilizadas, ahora Uribe se ve forzado a retocar sus narrativas y a desempolvar la tesis de la “revolución molecular disipada”, que empezó a socializar desde que se sucedieron las marchas de 2019 entre los cuarteles del Ejército, de la policía y los salones de los clubes sociales.
Según esta teoría, estas protestas son en realidad un plan para desatar una guerra de guerrillas y deben ser consideradas objetivos militares porque supuestamente quieren llevar al país a un estado de guerra civil. El presidente Duque en una torpe autoentrevista que hizo en inglés graduó a Gustavo Petro, el candidato presidencial que va punteando en las encuestas, como el responsable de esta presunta “revolución molecular disipada”.
Con esta justificación delirante es que el Gobierno Duque está reprimiendo la protesta en Colombia. Por esa vía se está iniciando una militarización progresiva de la democracia que ha comenzado a quitarle atribuciones a los alcaldes y gobernadores elegidos popularmente, y que puede terminar con la decisión de imponer el Estado de conmoción. Esta figura existe en la Constitución y le confiere al presidente atribuciones especiales para restablecer el orden público. Una de ellas: posponer las elecciones.
La represión no solo sirve para acallar las demandas sociales y frenarlas. También es la receta que tiene el uribismo para quedarse en el poder y salir airoso en las elecciones del año entrante. Quieren pasar a la historia como los salvadores que sacaron al país de las garras de una “revolución” que ellos mismos se inventaron.
¿Cuántos muertos más se necesitan para que el expresidente Uribe por fin se sienta el héroe que sorteó una amenaza que él mismo fabricó? No sé.
Lo que si sé es que a la democracia colombiana le pasó una impudicia: de pronto perdió sus formas y quedó expuesta con todas sus vergüenzas.
Ahora se parece a un orangután que se quedó sin sacoleva.
María Jimena Duzán es periodista y autora de Santos. Paradojas de la paz y del poder (Debate).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.