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TRIBUNA
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El fin de la autocomplacencia israelí

Desde las ruinas de Gaza, Hamás cantará victoria, no necesariamente militar, pero sí en las mentes de su gente

Shlomo Ben Ami
Conflicto arabe israeli
SR. GARCÍA
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El repentino estallido bélico dentro y fuera de las fronteras israelíes ha tomado por sorpresa a una nación autocomplaciente. En los 12 años en que Benjamin Netanyahu ha dirigido el país, el problema palestino estuvo enterrado y olvidado. Los recientes Acuerdos de Abraham, que habían permitido establecer relaciones diplomáticas con cuatro países árabes, parecían haber debilitado el avance de la causa palestina. Ahora, ha vuelto a surgir con violencia.

Un incidente aislado puede hacer prender una guerra, pero las causas son siempre más profundas. En este caso, el detonante —el desalojo de familias palestinas en el vecindario de Sheij Jarrah en Jerusalén Este, en beneficio de nacionalistas israelíes— tocó cada nervio sensible del conflicto entre israelíes y palestinos. La ocupación israelí de Jerusalén Este, su humillante control del acceso a la mezquita de Al Aqsa, la memoria omnipresente de la Nakba (la expulsión cuando se fundó Israel en 1948 de 700 000 palestinos) y los padecimientos de la minoría árabe israelí alimentan las llamas que han prendido.

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Puede ser verdad que las propiedades disputadas en Sheij Jarrah pertenecieran a una familia judía antes de 1948. Pero los palestinos ven el incidente como parte de la incesante campaña de Israel para judeizar Jerusalén, y como una injusticia clamorosa, ya que Israel se construyó en parte sobre las propiedades abandonadas por los refugiados palestinos. Aunque los judíos tienen derecho a reclamar propiedades que poseían antes de la fundación de Israel, los palestinos no. Quienes enfrentan el desalojo en Sheij Yarrah no pueden recuperar los hogares que poseyeron en Jaffa y Haifa.

A primera vista, la última escalada de violencia sigue el modelo de todas las guerras étnicas. Los musulmanes en Ramadán gritaron consignas nacionalistas y tuvieron choques con grupos de ultraderecha israelíes que coreaban “muerte a los árabes”. Los israelíes marcharon arrogantes con su bandera para conmemorar el día de Jerusalén, que recuerda la captura israelí en 1967 de Jerusalén Este y de la Explanada de las Mezquitas, lugar del Segundo Templo bíblico y de la mezquita de Al Aqsa (finalizada en 705). Estallaron enfrentamientos en el entorno de Al Aqsa; desde el interior de la mezquita algunos fieles arrojaron piedras a la policía israelí, que respondió con balas de goma y otros proyectiles que hirieron a cientos de personas.

Pero los jóvenes manifestantes árabes pueden cantar victoria, porque obligaron a posponer una sentencia de la Corte Suprema israelí sobre los desalojos en Sheij Jarrah. También obligaron a la policía a cambiar el recorrido de la marcha por el día de Jerusalén, para que no pasara por el barrio musulmán en la ciudad vieja.

El estallido se extendió al territorio israelí anterior a 1967, donde grupos islamistas incitaron a la juventud árabe israelí. Ciudades judeo-árabes consideradas ejemplos de coexistencia, como Acre, Ramala, Jaffa y Lod, estallaron en una orgía de violencia y vandalismo. La última fue prácticamente tomada por pandillas de jóvenes árabes. Esto fue un pogromo, dijeron los residentes judíos. Una anciana judía rememoró la Kristallnacht, y el alcalde de Lod hizo la misma comparación.

Pero el núcleo del conflicto ha estado en Jerusalén. La ciudad dio a Hamás una oportunidad de oro para imponerse sobre el sector negociador de la Autoridad Palestina cisjordana y acabar con el liderazgo moribundo de su presidente Mahmud Abbas, que hace unas semanas canceló bajo presión israelí una elección legislativa, por temor a que Hamás (que gobierna Gaza desde 2006) la gane y extienda su control a Cisjordania.

Abbas presentó la decisión como una protesta contra la negativa israelí de permitir el voto de los palestinos residentes en Jerusalén Este. Pero la verdad es que hoy la Autoridad Palestina casi no tiene presencia allí; el vacío que dejó lo han llenado jóvenes palestinos mayoritariamente seculares que han hecho de la Explanada de las Mezquitas un símbolo de su resistencia frente a la ocupación israelí.

El estallido de violencia ha permitido a Hamás unir todos los puntos y afirmar su primacía dentro el movimiento nacional palestino. Se ha posicionado como protector de Jerusalén y Al Aqsa; como la punta de lanza en la lucha nacional y religiosa de los palestinos contra el ocupante judío israelí; y como la voz de la minoría árabe en Israel.

A los israelíes y a su autocomplaciente Gobierno les ha pillado fuera de guardia. Hamás ha lanzado un ataque con misiles a una escala nunca antes vista sobre ciudades israelíes. Incluso han lanzado salvas en Jerusalén y Tel Aviv, lo que ha obligado a la mitad de la población del país a correr a los refugios. A los israelíes ahora les queda la duda de si su vulnerable frente interno resistiría una guerra con Hezbolá, la milicia con respaldo iraní desplegada al otro lado de la frontera en el sur del Líbano. Hezbolá tiene un arsenal de 150 000 misiles mucho más letal que el de Hamás.

Para defender su postura Hamás estaba dispuesto a pagar un alto precio. Los bombardeos de castigo aéreos israelíes sobre Gaza han sido devastadores, han tenido una brutal eficacia contra los comandantes militares de Hamás. Pero Hamás sabe que en las guerras asimétricas de esta era, una milicia que se oculta entre dos millones de civiles, en una de las zonas del mundo con mayor densidad poblacional, es prácticamente inmune a la derrota. También sabe que la reverberación de la guerra en la región obligará a vecinos como Egipto y a Qatar (patrocinador de Hamás) a mediar un alto el fuego.

Desde las ruinas de Gaza, Hamás cantará victoria, no necesariamente militar, pero sí en las mentes de su gente. Llegados a este punto, Hamás habrá logrado sus objetivos principales: una Autoridad Palestina totalmente desacreditada y el refuerzo de su propio prestigio como garante y último protector de los lugares sagrados en Jerusalén.

La paradoja es que a Netanyahu no le interesa destruir a Hamás. Todo lo contrario: comparte con la milicia un acuerdo tácito contra la Autoridad Palestina de Abbas, a la que durante sus Gobiernos procuró debilitar y humillar por todos los medios. Un Estado bajo control de Hamás en Gaza es para Netanyahu el pretexto ideal para rechazar las negociaciones de paz y una solución de dos Estados. Netanyahu incluso le permitió a Qatar pagar los salarios de los funcionarios de Hamás para mantener a Gaza en funcionamiento.

Israel claramente no puede proclamar victoria. La frágil coexistencia entre judíos y árabes dentro de sus fronteras ha sido sacudida. Ha quedado destrozado el consenso interno entre israelíes que sostenía que el nacionalismo palestino estaba derrotado y que, por tanto, una solución política al conflicto ya no era necesaria. E incluso mientras se intensifica la escalada de violencia, les ha quedado claro a los dos contendientes que la era de las guerras y victorias gloriosas ya pasó.

Shlomo Ben-Ami fue ministro de Relaciones Exteriores israelí y es vicepresidente del Centro Internacional Toledo para la Paz. Autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.

Traducción de Esteban Flamini.

© Project Syndicate, 2021.


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