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Columna
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Candidata meme

Dedicamos demasiado tiempo a poner el foco en los políticos que propagan mensajes de odio y dejamos de pensar en nuestro papel en todo esto

Máriam Martínez-Bascuñán
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Se dice que las campañas las gana quien coloca su pregunta en el centro del juego. Así, simple y frío, es el lenguaje con el que funcionan las democracias demoscópicas: encuestas, eslóganes, frames. Hasta que llegó la cultura meme. Ahora lo importante es estar en el foco y, para eso, basta con decir alguna tontería. Inmediatamente, un ejército de tuiteros hará chistes y comentarios y, si se hace popular, será inevitable hablar de ella y los periodistas usarán ese gancho en busca de clics.

Me sorprende que preguntaran a los aspirantes a la Presidencia de Madrid qué es “tomar cañas a la madrileña”. Es fascinante que algo así, incluso en forma de chascarrillo, apareciese en las entrevistas con quienes intentaban desviar la discusión lejos del emblema “a la madrileña”. Sucedió con la ocurrencia de que Madrid es tan única que no te encuentras por la calle a tu ex. La cascada de fotos o historias con frases poéticas, las incontables bromas y memes sobre los encuentros con los ex son un fenómeno interesante que, al final, acaba resumido en algo sencillo: toda la atención para Ayuso. Me recordó a Muerte a los normies, de Angela Negle, donde cuenta cómo las guerras culturales trumpistas se han disputado en el terreno de las nuevas tecnologías, con miles de fotos circulando por nuestros móviles, y también con chistes e ironías que permiten decir lo que no diríamos de otra forma, fomentando una sensibilidad antiestablishment, nadando a contracorriente para llamar la atención porque provocan, porque obtienen recompensa mediática, porque “se apartan de esa odiada cultura dominante”.

Nagel habla de esa nueva derecha, alejada del conservadurismo tradicional (el cuckservative de los trumpistas), que adopta el antiguo lenguaje gamberro de la izquierda, incluso en expresiones como “derecha alternativa”. Lo explica, con razón, como una reacción a la excesiva moralización de la izquierda, que hace que los nuevos trolls vean más emocionante ese gamberrismo derechón. Pero hay un momento en ese proceso de ruptura de líneas rojas en el que “el chiste ya no hace gracia y la guerra cultural se sale de internet”. Porque el problema no es que romper el “consenso progre” parezca valiente o emocionante. Dedicamos demasiado tiempo a poner el foco en los políticos que hacen eso, en quienes propagan mensajes de odio, y dejamos de pensar en nuestro papel en todo esto. ¿Por qué lo que capta nuestra atención es que hablen de lo especial que es nuestra ciudad? Quizás, al cabo, que algo tan idiota se convierta en un triunfante emblema de campaña dice más de nosotros que de quien lo lanza. Especialmente cuando esta estrategia de basar una campaña en estupideces para hacernos entrar a todos en ella la vimos hace cuatro años en EE UU, aunque en las recientes elecciones parece que aprendieron la lección. ¿Cuánto tardaremos en aprenderla nosotros?

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