Rusia, vendrán tiempos peores
El país de Vladímir Putin no se construye mirando al futuro, como ocurrió en la perestroika que puso en marcha Mijaíl Gorbachov, sino al pasado. El régimen acosa a sus críticos y se cierra al diálogo
Sin concesiones, Vladímir Putin sofoca las protestas de los disconformes y no da tregua a quienes se manifiestan por sus derechos y para exigir la liberación del político Alexéi Navalni, líder de la lucha contra la arbitrariedad y el endiosamiento de los dirigentes rusos.
Movido por una exacerbada percepción de amenaza desde la calle, el régimen acosa a sus críticos y se cierra a todo diálogo. Tras las concentraciones del 21 de abril, en Moscú se perfila un intimidante cambio de táctica, evocador de los siniestros arrestos nocturnos del estalinismo. Apoyándose en la amplia red de cámaras de vigilancia instaladas en la capital, la policía detiene a los manifestantes de forma diferida al ir a buscarlos de madrugada a su domicilio.
La Fundación Anticorrupción (FBK en sus siglas rusas), creada por Navalni, se ha disuelto en un intento de proteger a sus miembros de la represión, mientras, a puerta cerrada, un tribunal de la capital rusa se prepara para refrendar al Kremlin y declarar “extremista” a esta organización, productora de impactantes documentales sobre la supuesta corrupción de los dirigentes del Estado. Vistos por decenas de millones de personas, estos documentales no han provocado las investigaciones oficiales que cabría esperar a partir del entusiasta apoyo que Putin, en su discurso anual de 2012, prestó a la “activa participación ciudadana” y al “control eficaz” de la Administración como “condición necesaria” para luchar contra la corrupción. En las tres últimas alocuciones anuales ante el Parlamento (2019, 2020 y 2021), el líder no pronunció siquiera la palabra “corrupción”.
En algunos sectores, la corrupción se ve hoy favorecida por la anexión de Crimea en 2014, ya que, ante las sanciones internacionales, Rusia protege con un régimen especial de secreto los datos de la actividad económica en aquella península. La anexión institucionaliza así —en una doble condición de protegidos y patriotas— a los empresarios dispuestos a trabajar en un territorio reconocido internacionalmente como ucranio (en la construcción del puente sobre el estrecho de Kerch por ejemplo), como Arkadi Rotenberg, compañero de judo de Putin, y su familia.
En Rusia hay malestar y protestas contra el Kremlin, pero no movimientos o partidos capaces de constituirse hoy como alternativa a las fuerzas dominantes del Estado con Putin a la cabeza. Pilares del régimen son un poder judicial dependiente, unos cuerpos policiales y de seguridad privilegiados y bien retribuidos y una mayoría (343 diputados del total de 450) en una Duma Estatal (Cámara baja del Parlamento) surgida de comicios plagados de irregularidades.
Putin no es eterno, pero si se fuera ahora, su eventual sucesor (consensuado por los diversos sectores que forman el núcleo duro del poder) podría verse abocado a la continuidad. Los dirigentes reaccionan con pavor ante la idea de ser sustituidos por personas ajenas a su círculo y en el Kremlin no se divisan hoy personajes dispuestos a arriesgar las posiciones escaladas y los patrimonios acumulados como fieles servidores del régimen.
Entre las razones de la élite rusa para desear perpetuarse están sus vástagos, que ya ocupan puestos dirigentes en el escalafón del Estado y de las grandes compañías rusas. Además, los embrollos y asuntos opacos unen a sus artífices. ¿Llegará a conocerse el entramado del proceso contra el oligarca Mijaíl Jodorkovski, los orígenes del envenenamiento de Navalni, y de los extraños fallecimientos de opositores del régimen? ¿Quién responderá de la selectiva tolerancia de Putin ante la impunidad de los delitos que apuntan hacia los dirigentes de Chechenia?
Nadie puede garantizar totalmente un retiro seguro para Putin, y eso dificulta la marcha de este político que, por otra parte y pese a la disminución de su popularidad, sigue teniendo importante apoyo en una sociedad convencida en gran parte de que cualquier cambio es a peor.
Al iniciarse la política de reformas conocida como perestroika en los años ochenta del pasado siglo, los partidarios del “socialismo con rostro humano” (que coexistían con los inmovilistas en las estructuras del partido comunista de la URSS) vieron llegado el momento de iniciar una democratización y de recuperar la oportunidad perdida una veintena de años atrás y simbolizada por el aplastamiento de la Primavera de Praga.
¿Hay en alguna de las torres del Kremlin sectores críticos que un día emprenderán un camino semejante? De momento no se divisan y las situaciones, en los años ochenta y ahora, son diferentes. El sistema soviético tardío que Gorbachov pasó a liderar en 1985 tenía instituciones civiles con una ideología, a las que se subordinaban los servicios de seguridad. El sistema ruso actual es personalista y, por las características de sus dirigentes, tiene un mayor peso específico de los servicios de seguridad.
La búsqueda de plataformas y compromisos fuera del Kremlin para una democratización del sistema, si es que llega a producirse, no parece que vaya a ser liderada hoy por hoy por los denominados “liberales” y “tecnócratas” de los noventa. Supervivientes bien establecidos de aquellos grupos ayudan al régimen a sobrevivir, sobre todo desde el Banco Central y los ministerios financieros y económicos. Algunos se consuelan a sí mismos con la idea de que, sin Putin, la situación podría ser peor, pues solo él, afirma un miembro de estos círculos, evita el agravamiento de los conflictos latentes acumulados. Sin él, Chechenia se soliviantaría, los gobernadores darían rienda suelta a sus reivindicaciones regionales (frente a la fuga de recursos hacia Moscú) y las élites de las repúblicas nacionales promoverían su propia agenda de diversidad.
El régimen soviético de los ochenta, aunque acartonado en su evolución, no buscaba el futuro en el pasado. El régimen ruso actual es retrógrado y nacionalista. El Kremlin aspira hoy al restablecimiento de la paridad con EE UU en la liga de las superpotencias y desde una supuesta identidad euroasiática (discutible en lo cultural y social).
Mientras tanto, los politólogos debaten sobre las opciones de futuro. Para Kiril Rógov, “la principal amenaza para el régimen hoy en Rusia no es la propia oposición que es bastante débil, sino la amenaza de traición por parte de algunos contingentes de su apoyo tradicional”. La represión de la oposición “es necesaria” para que estos sectores “no tengan a donde ir”, señala Rógov.
“Antes creía que en Rusia se produciría una división de la élite en una democratización propiciada simultáneamente por presiones desde la sociedad y desde arriba, como en España, en Polonia o en Brasil”, comentaba la socióloga Tatiana Vorozhéikina, especialista en transiciones. “Ahora creo que este proceso puede durar mucho tiempo y experimentar también graves retrocesos, como en Venezuela y Bielorrusia”, señala Vorozhéikina, que ve una “diferencia cualitativa” entre los democratizadores del aparato del partido comunista al iniciarse la perestroika y los funcionarios y políticos del régimen actual. En los años ochenta, en la élite dirigente había “sectores interesados en la renovación del sistema”. Ahora “el grupo dirigente está formado a partir de principios mafiosos que convierten en cómplices a todos sus colaboradores”. “Y en los grupos mafiosos, una vez que se entra es muy difícil o imposible salir”, advierte la experta.
Las autoridades no tienen intención de ceder en su línea represiva ni de llegar a compromisos, opina el politólogo Andréi Kolésnikov, según el cual “hay que prepararse para escenarios difíciles en cualquier caso”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.