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TRIBUNA
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Navalni o el sentido de la vida

Con su regreso, el opositor está enseñando a los rusos a no tener miedo y a enfrentarse al poder autoritario de Putin a cara descubierta

El opositor Alexéi Navalni en el Tribunal Municipal de Moscú, el 20 de febrero.
El opositor Alexéi Navalni en el Tribunal Municipal de Moscú, el 20 de febrero.Alexander Zemlianichenko (AP)
Monika Zgustova

Muchos nos hemos preguntado por qué el 17 de enero de este año el político opositor ruso Alekséi Navalni decidió volver de Alemania a Rusia poniendo en riesgo su vida. Navalni estuvo recuperándose en Alemania tras haber sido envenenado en su país de origen y, no obstante, regresó allí donde le habían intentado asesinar como a otros políticos, periodistas e intelectuales opuestos al Gobierno. En el aeropuerto de Moscú le detuvieron; la condena tras el juicio resultó ser a dos años y medio de cárcel, aunque con toda seguridad este tiempo se alargaría en la colonia penitenciaria donde ya ha empezado a cumplirla. Tras ser sometido a la tortura de la privación del sueño, el 31 de marzo el preso político se declaró en huelga de hambre.

Rusia tiene una larga historia de opositores y rebeldes que en el siglo XIX fueron sentenciados por su actitud a las colonias penitenciarias y, en el siglo XX, al gulag; ambas modalidades son campos de trabajos forzados. En 1825, un fornido grupo de revolucionarios llamados decembristas preparó un golpe de Estado contra el zar en un intento de democratizar una Rusia feudal. El golpe fracasó y aquellos que no fueron fusilados fueron enviados a Siberia, donde se los obligó a trabajos duros. Dostoievski escribió con admiración sobre los decembristas y sus mujeres, que los acompañaron al exilio. El escritor experimentó Siberia en su propia piel. Como miembro del círculo revolucionario Petrashevski, fue sentenciado a muerte; en el último instante, el zar cambió de idea y envió al joven escritor con sus compañeros a una colonia penitenciaria en Siberia. Desde entonces Dostoievski, que allí experimentó una transformación, escribió varias novelas en las que analiza a los revolucionarios (Los demonios) y el castigo que merece cualquier crimen contra la humanidad (Crimen y castigo). Chéjov, inquieto por la condición de los más miserables, visitó una colonia penitenciaria en la isla de Sajalin, a la que dedicó un libro.

Después de la revolución rusa en 1917, los bolcheviques instauraron los campos de trabajos forzados, más tarde conocidos como gulags, donde enviaban a los opositores del régimen soviético. Durante las purgas de Stalin, en 1937 y 1948, 18 millones de personas fueron a parar a los gulags siberianos porque de esa manera Stalin conseguía mano de obra gratis para los trabajos más duros como talar árboles, construir vías de ferrocarril o trabajar en las minas. Alexander Solzhenitsin fue uno de los primeros escritores cuyas obras sobre el gulag llegaron a Occidente y causaron que muchos intelectuales de izquierdas, hasta entonces fieles a las doctrinas del comunismo soviético, empezaran a revisar su postura.

Tras la muerte de Stalin, Jruschov hizo abolir oficialmente los gulags, pero hay muchos testimonios según los cuales los campos de trabajos forzados continuaron funcionando. También durante la presidencia de Putin se ha visto que esos campos siguen en pie: tanto las jóvenes del grupo de rock Pussy Riot como Mijaíl Jodorkovski, llamado “el prisionero de Putin” (alusión al poeta Pushkin, quien fue “el prisionero del zar”), en pleno siglo XXI fueron a parar a campos con un régimen no muy distinto del gulag.

La lista de los represaliados en Rusia sería interminable. El último en esa pléyade es Navalni. Si no hubiera vuelto a Rusia, no habría podido formar parte de ella y habría perdido la credibilidad de sus seguidores. Al regresar a Moscú, su detención movilizó a centenares de miles de personas que salieron a la calle a protestar en toda Rusia.

Hace unos años, entrevisté a nueve mujeres sobrevivientes del gulag. Todas ellas me contaron que lo más importante para la supervivencia es conservar la dignidad humana. Esas mujeres aprendieron a dormir con los ojos abiertos cuando hacía falta y a aguantar una jornada laboral de 14 horas a 35 grados bajo cero. Pero no podían prescindir de dos cosas: la amistad y la cultura. A Navalni, en el “campo de concentración”, como él mismo se refiere a la colonia penitenciaria, le privan de ambas cosas.

El opositor es consciente de que si se hubiera quedado en Occidente, su vida carecería de sentido. Él, cuyo nacionalismo ha ido evolucionando a lo largo de dos décadas, para detenerse en posiciones liberales, necesita a Rusia para que proporcione sentido a toda su vida anterior. Si se quedara en Occidente como uno más de los muchos exiliados políticos, su lucha por una Rusia menos corrupta, coronada con persecución y detenciones, hubiera acabado en el silencio. Además, incluso en Occidente habría padecido el acoso por parte de los servicios secretos rusos como lo padecen todos los exiliados políticos de peso.

Al igual que los decembristas, que la posterioridad ha convertido en héroes, Navalni sufre unas condiciones durísimas. No obstante, posee recursos para devolver la bofetada al Estado. Al declararse en huelga de hambre, sus seguidores han convocado otra vez unas grandes manifestaciones en toda Rusia, esta vez invitando a los manifestantes a participar haciendo públicas sus señas de identidad, a pesar del peligro de persecución que eso comporta. Navalni está enseñando a los rusos a no tener miedo, a enfrentarse al poder autoritario de Putin a cara descubierta. Y eso solo podía hacerlo si regresaba.

Monika Zgustova es escritora.

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