Realidad y ficción en el bigote de Aznar
Tiene algo de peligroso el borrado de fronteras, confundir la literatura con la historia
Hace un tiempo escribí que el mayor debate entre la realidad y la ficción se da en el bigote de Aznar. Lo vemos cuando no está, no estamos seguros de verlo cuando aparece. Hace unos días, durante el juicio por los papeles de Bárcenas, una mascarilla lo cubrió mientras él declaraba en la soledad de su despacho. Y bien podría ser esa la imagen metafórica de la evolución del debate: la realidad y la ficción, a hurtadillas, continuando con su misterioso idilio.
Vivimos tiempos extraños. La realidad, inflada a esteroides por la pandemia, se nos ha vuelto espídica y ha adelantado por la derecha a la ficción, que la sigue arrastrando los pies, resoplando, que apenas logra escupir ya algún diario, alguna crónica, algún poema.
Hoy es tendencia, aunque pueda parecer paradoja, que la literatura se vacíe de ficción al tiempo que la realidad se nos llena de ella. Que la primera se refocile en lo autobiográfico, en el testimonio, mientras a la segunda le crecen personajes de piel naranja que fabrican relatos delirantes, le crece un Adolf Hitler de piel negra que gana unas elecciones en Namibia.
Pareciera que la literatura ha llegado al fin de todas las tramas posibles, mientras en la realidad no han hecho más que arrancar, y los titiriteros van a la cárcel, y los sucesos en los diarios se cuentan como un ejercicio de primer curso de escritura creativa, y los tránsfugas se han convertido en guiñoles, y hay quien se querella contra El Mundo Today, y quien pide que se censuren desnudos en el arte y pederastas en las novelas, y las fake news se funden con las noticias reales como en aquel beso entre Breznev y Honecker, que producía una sonrisa y cierto estupor.
No, yo no creo que se nos muera la ficción pura como proclaman los agoreros, -el género de la novela lleva décadas agonizando hermosamente y lo que le queda- es sólo que cambia de sitio, probablemente para sobrevivir, igual que partidos políticos se trocean bajo nuevas siglas pero la suma vuelve a dar casi el mismo resultado.
Es verdad que los que escribimos estamos un poco más acostumbrados que el resto a transitar en ese filo, en ese beso, en esa frontera de arenas movedizas, donde uno no sabe si vive o acumula material para escribir, no sabe si escribe o hace acopio de fuerzas para atreverse con la vida. Y por una parte, hay algo feliz en ese revuelo entre lo real y lo imaginado, una vuelta a la infancia donde los amigos invisibles, los peluches y las personas estaban a un mismo nivel, y todas las posibilidades se nos abrían intactas. Cómo me gustaba cuando mi hijo era pequeño y me decía: “mamá, quiero fresas”. Y yo: ¿de las rojas o de las azules? Y él: de las rojas. La infancia será siempre más extensa que la vida, en ella caben las fresas azules.
Pero también tiene algo de peligroso, por infantil también, ese borrado de fronteras, ese confundir la literatura con la historia, el periodismo con un telefilm de Antena 3, esa proliferación de negacionistas, que no sabe una si son fanáticos de la ficción o de la realidad, pero son fanáticos seguro.
Y produce una tristeza oscura, casi fúnebre, como la que cuenta en Un verdor terrible Benjamín Labatut que sintió Einstein. Acorralado por las teorías de la física cuántica, del principio de incertidumbre de Heisenberg, de la paradoja de Schrödinger, el pobre Einstein ve cómo ese mundo objetivo y ordenado se derrumba. Y sólo alguien que ha vivido gran parte de su vida en el siglo XX es capaz de entender esa desolación. Claro que Labatut afirma que, de todos los relatos del libro, el que mayor porcentaje de ficción contiene es precisamente ese. Claro que ficción viene de fingir. Y el fingimiento es el pegamento que más usamos en la vida en sociedad, que el ser humano es antes que nada social.
No hace mucho, en el programa de humor de Buenafuente, una chica le hacía una consulta a Berto Romero: ¿por qué fingimos que dormimos para poder dormir? Tenemos hambre y comemos directamente, no simulamos comer, y sin embargo cada noche, como si fuera la primera vez, engañamos un rato al cuerpo, cerramos los ojos y fingimos que dormimos hasta que nos dormimos. ¿Por qué no estamos lo suficientemente evolucionados como para dormir directamente?
La pregunta quedó aleteando en mi cabeza y con ella me fui a la cama, junto con el bigote de Aznar y el gato de Schrödinger, ¿o era el bigote de Schrödinger y el gato de Aznar? Cerré los ojos y fingí estar en ese momento justo antes del sueño en que todo se comprende y no se comprende nada, en que la incertidumbre es la única certeza, y la física cuántica tiene más razón que nunca, cuando la realidad y la ficción son una misma cosa.
Me dormí justo antes de dar con la solución.
Bárbara Blasco es escritora. Es autora de Dicen los síntomas, con la que ganó el Premio Tusquets de Novela de 2020.
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