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AL HILO DE LOS DÍAS
Tribuna
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Partidos políticos: ¿un mal necesario?

El devenir hacia la democracia iliberal en el que estamos inmersos, la predilección del relato sobre el proyecto, ha logrado que ya no oigamos de nuestros políticos sino insultos y mentiras

Juan Luis Cebrián
Tribuna Cebrián 5 abril
Eva Vázquez

Los facciosos se agarran a las cajas de la administración, y plata que tiene roce con ellos, desaparece. (Mariano José de Larra)

Corrupción, chaqueteo, clientelismo, endogamia, despilfarro, nepotismo, ignorancia, ineficacia, secretismo, arrogancia y estupidez. Estos son calificativos que en muchos países democráticos se atribuyen a la clase política y su lugar de encuadramiento: los partidos. El prestigio de una y otros desmerece día a día a los ojos de los ciudadanos. Ya era precario antes de la extensión de la pandemia, agitado el cuerpo social por las desigualdades económicas, la crisis financiera, los movimientos migratorios de masas, y la globalización cultural y tecnológica. Pero en las actuales circunstancias, suspendidas las libertades con motivo de la amenaza sanitaria, limitado cuando no anulado el control parlamentario de los gobiernos, asaltada la judicatura por la arrogancia del poder ejecutivo, y desarticulada la opinión pública, víctima de las redes sociales, el embeleco de la democracia directa nos empuja hacia lo que algunos políticos franceses denominan el dulce autoritarismo tecnocrático.

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Atrapados por la desafección

La historia de los partidos, tal y como los conocemos, es relativamente reciente. El propio nombre indica que su creación responde al intento de defender o representar intereses, ideologías o identidades de una fracción de la sociedad. Su frecuente apelación al interés general no deja de ser una falacia impostada. Ese cacareado interés de todos ha de ser defendido por el Estado y hasta el momento solo la democracia liberal ha sido capaz de conjugar el derecho a la disidencia y el pluralismo con semejante aspiración. Su logro, por debatido que sea, depende finalmente del consenso y el acuerdo entre los diferentes grupos.

En las democracias modernas los partidos han crecido y se han desarrollado como mediadores entre la sociedad civil y el Estado mismo. La reconstrucción de Europa después de la II Guerra Mundial fue dirigida por dos grandes partidos de masas (la democracia cristiana y el socialismo democrático). También en los regímenes totalitarios el partido único (formidable oxímoron para describir una parte que se apodera del todo) se convirtió en la instancia fundamental de las decisiones políticas. Los partidos acabaron por ocupar y confundirse con la burocracia estatal, a la que invaden cada vez que se encaraman al poder, alejándose de la ciudadanía a la que pretenden representar. Un reciente estudio del profesor italiano Piero Ignazi (Partido y Democracia) pone de relieve que en la Europa democrática esta constituye una de las principales causas del derrumbe de los grandes partidos nacionales y la fragmentación y desconcierto del cuerpo electoral. El grito de ¡No nos representan! del 15-M madrileño, la revolución de los indignados franceses y, con otras características, el Me too o el Black lives matter, de los Estados Unidos responden a una misma causa: el sentimiento de que el sistema no responde a las demandas de gran parte del electorado. Muchos creen que los partidos, lejos de defender los intereses del pueblo, de la gente como decía Podemos, se dedican a edificar un mundo de privilegios del que solo disfruta la clase dominante: la casta. Esta responde a una alianza impúdica entre el poder del Estado, el financiero y el mediático, que en cierta medida han sustituido en ese imaginario incluso a los poderes fácticos tradicionales, como la milicia y la Iglesia. Todo ello mezclado en una confusa revolución contra el poder adulto, habida cuenta de las lamentables perspectivas de futuro a que se enfrentan las nuevas generaciones.

El deterioro de los partidos tradicionales llevó en los últimos años a la aparición de un buen número de formaciones, la mayoría de ellas más o menos antisistema, que se presentaron ante el electorado como adalides de la nueva situación. El surgimiento de partidos de extrema derecha, incluso abiertamente neonazis, y la fragmentación de la izquierda tradicional, junto al aumento del nacionalismo es una constante de la política europea de los últimos años. En Francia La Republique en Marche (LRME) de Macron logró en pocos meses la presidencia de la República. En Italia un grupo de corte anarquista liderado por un cómico atrabiliario que institucionalizó el Día de A tomar por Culo, se alió con la extrema derecha, como antes lo hiciera Tsipras en Grecia, para ocupar el poder. En España, Ciudadanos aglutinó con éxito las fuerzas anti-independentistas catalanas. Su actual descomposición es fruto de haber renunciado a sus promesas al querer liderar la derecha conservadora y acabar aliándose con el neofranquismo rampante, a cambio de un puñado de cargos en alcaldías y gobiernos autonómicos. Podemos se presentó como un movimiento popular contra la casta, los de abajo contra los de arriba, para terminar fundido en un sinfín de confusas coaliciones y mareas, antes de incorporarse al Gobierno de un PSOE enflaquecido, que reniega de su pasado en la Transición casi tanto como hace el PP de sus predecesores. Una característica de estas nuevas formaciones, especialmente 5 Stelle y Podemos, pero también LREM, es su recurso permanente a internet, Twitter y otras redes sociales. Con la excepción de la Lega Norte de Salvini, apenas ninguna sobrepasa los 10 años de vida pero ya han ocupado posiciones relevantes de poder. Una vez que han llegado a ellas, lejos de promover las reformas pertinentes su habitual apuesta por el todo o nada no ha hecho sino debilitar las instituciones sin apenas beneficios a cambio. Financiados generosamente por el dinero público, se han ido convirtiendo ellos mismos en casta y alejándose de las preocupaciones ciudadanas. El caso más extremo es el del independentismo catalán, cuya insistencia en su irrealizable programa máximo, sin apoyo social suficiente y en flagrante traición al texto constitucional y el Estatuto, es culpable del empobrecimiento progresivo y la falta de horizontes de lo que un día fue la comunidad autónoma más rica y eficiente de España. Pero, a salvo de conocer el futuro resultado de las elecciones francesas, en su conjunto puede decirse que ninguno de estos nuevos partidos de la era de Internet ha podido por el momento asaltar verdaderamente los cielos.

Una catástrofe mundial como la pandemia, a la que en nuestro caso se suma la desastrosa declaración unilateral de independencia por parte de Puigdemont, que encima pretende telegobernar, hubiera precisado una respuesta de consenso, un llamamiento efectivo y no ritual a la unidad. En definitiva, un gabinete de salvación que no excluyera a ningún grupo comprometido realmente con el interés común antes que con sus fantasmas ideológicos e identitarios. Pero el devenir hacia la democracia iliberal en el que estamos inmersos, la catadura moral de los facciosos, la predilección del relato sobre el proyecto, y el clientelismo a todos los niveles y en todas las instituciones, incluida la judicial, ha logrado que ya no oigamos de nuestros políticos debates sino insultos, mentiras y algún ladrido, en lo que compiten con tertulianos de toda laya, más obsequiosos a veces con las consignas partidarias que los propios militantes.

Como digo este es un mal no exclusivo ni prioritariamente español. La ensoñación de la democracia directa amenaza con quebrar el régimen representativo y nos encamina aceleradamente hacia el populismo. De este al caudillismo posmoderno no media más que un paso. Viviremos todavía años en medio de semejante caos que no es fortuito: existen culpables a quienes exigir reparación. Mientras tanto, el dilema que hoy preocupa a la gente no es ni comunismo o libertad ni fascismo o sí se puede, sino Pfizer o AstraZeneca. De modo que hay quien se interroga si los partidos no son en realidad un mal necesario de cuya gestión apenas puede esperarse beneficio alguno, aunque ya se sabe que todo es empeorable. De momento no son capaces de dar una respuesta coherente y racional al mayor estrago histórico que hemos padecido desde hace ochenta años. Pero el caso es que no puede haber democracia, ni representativa ni directa, sin la existencia de unos partidos políticos respetados por la ciudadanía, capaces de infundir confianza en vez del desasosiego que continuamente generan. Políticos, politicastros y politiquitos del momento deberían preguntarse por qué este no es nuestro caso según todas las encuestas. Y poner remedio.

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