Cables submarinos: el flanco más débil de las infraestructuras estratégicas en Europa
Una sucesión de incidentes de calado dispara las alarmas y cuestiona la seguridad de unos tubos cada vez más importantes para las comunicaciones y la energía del continente
Son, junto con el complejísimo universo cibernético, el gran talón de Aquiles de las infraestructuras críticas europeas. Las interconexiones submarinas, energéticas (gas y electricidad) o de datos, se han revelado en los tres últimos años —los transcurridos desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania— como uno de los flancos más débiles del ecosistema comunitario. Cinco incidentes de calado, con sus respectivas investigaciones en curso, han disparado las alarmas, y cuestionado la seguridad de esa maraña de cientos de tubos cuya importancia ha crecido exponencialmente en las últimas décadas. Hasta el fatídico 24 de febrero de 2022, cuando comenzó la guerra, el lecho marino del continente se creía inexpugnable. Ya no lo es.
La reciente sucesión de cortes, sin precedentes, ha añadido un punto adicional de convulsión en la Unión Europea. Aunque aún por probar, la sombra del sabotaje es alargada y ha obligado a mover ficha. La OTAN anunció a mediados de enero el despliegue de fragatas, aviones de patrulla marítima y drones navales para ayudar a proteger la infraestructura crítica en el Báltico, el mar que concentra el grueso de los incidentes más graves. Bruselas ha llamado en las últimas semanas a “tomar medidas rápidas y decididas” para proteger estas infraestructuras críticas. Y la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT, dependiente de la ONU) creó en diciembre del año pasado un ente específico para “garantizar una mayor resiliencia de estos cables”. Hechos y declaraciones que confirman la evidencia: lejos de desaparecer, la preocupación va a más.
Solo en el caso de los cables de datos, la agencia de Naciones Unidas cifra en entre 150 y 200 la media anual de incidentes —accidentales o intencionados— en conexiones submarinas a escala mundial. En 2023, el último ejercicio para el que hay registros, se contabilizaron 200, en la parte alta de la horquilla. Son casi cuatro por semana; un día sí, uno no. No hay, sin embargo, datos específicos para Europa, el continente que está sufriendo esta oleada de cortes.
“Incidentes ha habido siempre: por pesca, por fallos en los anclajes o por fenómenos naturales. Pero pocas veces tantos [en Europa] en tan poco tiempo”, subraya por teléfono Camino Kavanagh, investigadora del Departamento de Estudios de Guerra del King’s College londinense, con varias investigaciones publicadas sobre infraestructuras críticas submarinas. “Lo importante es determinar si ha sido deliberado. Y eso es algo que todavía no se puede decir con rotundidad”. Sidharth Kaushal, del centro de estudios de defensa y seguridad británico Royal United Services Institute (RUSI), va un paso más allá: cree que la “frecuencia” de estos acontecimientos en el Báltico “sugiere [algún tipo de] intervención humana”.
“El gran temor es a un ataque coordinado. Como ciudadanos, muchas veces no nos damos cuenta cuando se produce un corte, porque hay alternativas: la redundancia —rutas múltiples y conexiones alternativas— permite, si un cable falla, redirigir el tráfico de datos automáticamente por otras rutas, asegurando que la comunicación continúe sin interrupciones significativas”, añade Kavanagh por teléfono. “Tener más cables o sistemas alternativos, como satélites o microondas, es fundamental. Pero no se puede asegurar el suministro al 100%”, avisa.
En los tres últimos años, más de una decena de los poco más de 40 cables que recorren el lecho marino del Báltico han dejado de funcionar. El primer caso, en septiembre de 2022, fue el del Nordstream, el ducto que transportaba gas natural desde Rusia hasta Europa occidental. Fue destruido con unas explosiones submarinas que provocaron la mayor fuga de metano registrada hasta ahora en el planeta. Aunque las sospechas apuntaron principalmente a Rusia en un primer momento, la fiscalía alemana emitió el pasado junio una orden de detención contra un ciudadano ucranio que residía en Polonia hasta que se le perdió el rastro.
La guerra en Ucrania ha tenido profundos ecos en el Báltico. Cuando se fundó la OTAN, en 1949, Dinamarca fue el único país bañado por este mar que se integró en la Alianza. Hoy, tras las recientes incorporaciones de Finlandia —en 2023— y Suecia —en 2024—, de los nueve Estados ribereños del Báltico, todos menos Rusia son miembros de la organización transatlántica. A pesar de haber quedado arrinconada, los puertos de Kaliningrado —un enclave ruso situado entre Polonia y Lituania—, San Petersburgo y Ust-Luga son vitales para el Kremlin. De ellos zarpan miles de buques fantasma que exportan ilegalmente crudo ruso.
En octubre de 2023, más de un año después de las explosiones en el Nordstream, el buque NewNew Polar Bear, con bandera de Hong Kong, destrozó con su ancla el Balticonnector (un gasoducto entre Finlandia y Estonia), además de tres cables de telecomunicaciones.
En los últimos cuatro meses, otros tres barcos han dañado con sus anclas infraestructuras en el Báltico —un mar de agua salobre y muy poco profundo, 54 metros de media—. El pasado noviembre, el barco Yi Peng 3, con bandera de China, dejó inoperativos dos cables de telecomunicaciones, uno entre Finlandia y Alemania, y el otro, entre Lituania y Suecia. El ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, declaró que “nadie se cree” que estos cables fueran cortados “accidentalmente”.
El pasado día de Navidad, el Eagle S, un buque que navegaba bajo pabellón de las Islas Cook y transportaba crudo ilegalmente de Rusia a Egipto, rompió el Estlink2 (un cable eléctrico entre Finlandia y Estonia), además de cuatro cables de telecomunicaciones. Policías y guardias fronterizos finlandeses abordaron el petrolero. El domingo 1 de marzo las autoridades del país nórdico permitieron al Eagle S abandonar aguas territoriales finlandesas. No obstante, la investigación penal continúa y ocho de los 24 miembros de la tripulación son sospechosos de causar la rotura de los cinco cables submarinos con una de las anclas del buque. De los ocho sospechosos, tres permanecen en Finlandia con una orden judicial que les impide abandonar el país.
Tanto el Yi Peng 3 como el Eagle S tenían vínculos con Rusia, más allá de su simple procedencia de un puerto ruso cuando se produjeron los daños. El primer ministro sueco, Ulf Kristersson, manifestó en febrero en la Conferencia de Seguridad de Múnich: “No creemos que los incidentes fortuitos de repente ocurran con tanta frecuencia”.
Por último, las autoridades suecas interceptaron a finales de enero el Vezhen, un buque con bandera de Malta sospechoso de haber dañado un cable de telecomunicaciones entre la isla sueca de Gotland —de gran valor estratégico y la más grande del Báltico— y Letonia. Poco después, el barco fue liberado al considerar los investigadores que la rotura había sido accidental.
A principios de esta semana, las autoridades suecas abrieron una investigación preliminar por un posible sabotaje en la red de suministro de agua de Gotland. “Los técnicos se desplazaron al lugar y constataron que alguien había abierto la instalación eléctrica, arrancado un cable e interrumpido la corriente eléctrica a la bomba de agua”, declaró un portavoz policial a la televisión pública SVT.
Aunque el lecho de las grandes masas de agua europeas —del Báltico al Mediterráneo, del Negro al mar del Norte— está repleto de estas interconexiones, en gran medida por la mayor densidad de población, estas no son ni mucho menos excepcionales. En América y en Asia ocurre lo mismo, igual que en Oceanía. Y, cada vez más, también en África. La gran diferencia es que el continente europeo es, desde hace tres años, escenario del mayor conflicto armado desde la II Guerra Mundial. Con ramificaciones en todos los ámbitos.
“Dado el papel esencial que desempeñan los cables submarinos [de datos] para conectar el mundo, una interrupción en mitad del océano puede sentirse en países muy lejanos”, apunta a EL PAÍS el número dos de la UIT, Tomas Lamanauskas. “La interrupción en las rutas clave de los cables puede afectar gravemente el tráfico entre continentes; sin ir más lejos, los cortes de cables del año pasado en el mar Rojo —que los rebeldes hutíes de Yemen han convertido en otro escenario del conflicto en Oriente Próximo— afectaron al menos al 25% del tráfico entre Europa y Asia”. Aunque fuera de su mandato —”la investigación corresponde a las autoridades nacionales y a los propietarios de los cables”, señala Lamanauskas—, el brazo de la ONU se muestra “al tanto” del reciente repunte de los incidentes en el Báltico.
De WhatsApp al correo electrónico
La primera conexión submarina de datos se instaló en 1851. Era un cable de lo más primigenio, de telégrafo, que recorría los poco más de 40 kilómetros que separan Calais (Francia) de Dover (Inglaterra) a través del canal de La Mancha. Siete años después llegaría la primera interconexión transatlántica, entre Europa y Estados Unidos. Se abría, así, un nuevo capítulo en la historia de las telecomunicaciones y, también, en la de los mares, cuyo lecho pasaría a convertirse —con el tiempo— en fundamental para las posibilidades de la vida moderna.

Casi dos siglos después, en la era de los datos, el 99% de los correos electrónicos, los mensajes de WhatsApp, los documentos, las fotos y los vídeos que se mueven de un país o un continente a otro lo hacen a través de estas infraestructuras: algo más de medio millar de cables submarinos desplegados a lo largo y ancho del planeta con una longitud total de 1,4 millones de kilómetros. Bastarían para dar la vuelta al mundo casi 35 veces. Unas infraestructuras de comunicaciones hay que sumar los destinados a la electricidad y el gas.
A diferencia de otras infraestructuras críticas, la titularidad de estas conexiones es, en la mayoría de casos, privada. Ponerlos a resguardo, sin embargo, sí es responsabilidad de los Estados, conscientes de que, si fallan, se ponen en riesgo servicios tan básicos para la ciudadanía como internet o el suministro de electricidad y gas. Una potente paradoja sin solución clara. “Los gobiernos tienen que asumir un papel más fuerte en su protección”, reclama Kavanagh. “La inversión necesaria es fuerte, y no tiene un retorno económico claro. Por eso, aquí, el dinero público puede ser clave. También se debe mejorar la capacidad de reparación: hay falta de personal y los buques [que se utilizan en estos casos] son escasos y, muchos, ya antiguos”.
Son, recuerda la investigadora del King’s College, muchísimos los servicios públicos que dependen de estos cables y tubos —en el caso del gas—. “Sin embargo, tenemos que ser conscientes de que es muy difícil proteger todo el sistema europeo de datos o de energía. No se puede espantar a la población, pero lo sucedido en los últimos meses ilustra claramente que tenemos que estar más preparados para este tipo de contingencia”. ¿Está Europa preparada? “Hasta cierto punto, pero hace falta más. No somos conscientes de cuánto dependemos de esas infraestructuras”, responde Kavanagh.
Asumiendo que, sin esos conductos, el día a día de millones de ciudadanos se vería severamente trastocado, los operadores de los sistemas eléctrico y gasista han tratado de duplicar las interconexiones para evitar el temido apagón total. Con éxito relativo: su coste es ingente. También lo han hecho las firmas tradicionales de telecomunicaciones, en otros tiempos en manos públicas y que, en los últimos años, afrontan la competencia de los gigantes tecnológicos, ávidos por garantizarse sus propias conexiones.
“En el caso de los datos, los satélites son alternativa, pero solo hasta cierto punto: su latencia [el tiempo que tardan los datos en viajar del punto de origen al de destino] es mayor y su capacidad de transmisión, menor. Son un complemento, pero no son intercambiables”, zanja Kavanagh. “Y en electricidad y gas, salvo en los casos en los que discurre otro en paralelo, directamente no hay alternativas”.
Este último suministro, el de gas, es el que más preocupa a Kaushal, del centro británico de estudios RUSI: “Es el área más vulnerable: el noreste de la UE está relativamente mal integrado con el resto de la red [europea] y cualquier corte tiene considerables repercusiones para su seguridad energética”, dice. Algo, añade el experto, extensible no solo al Báltico sino también al mar del Norte.