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Columna
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Vacaciones epidemiológicas, por favor

Llevamos un año en primera línea, analizando cada dato, calculando infectados contrastando el número de vacunados frente al número de vacunas disponibles... necesitamos un respiro

Nuria Labari
Varias bañistas con mascarilla en la playa de la Malvarrosa (Valencia) este miércoles.
Varias bañistas con mascarilla en la playa de la Malvarrosa (Valencia) este miércoles.Mònica Torres
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El taxista me explica que él no piensa ponerse la vacuna. ¿Pero hay alguna razón por la que te corresponda? No, pero aunque me toque. Conmigo no harán experimentos. Me resulta curioso lo mucho que cuesta a muchos tomar decisiones solidarias colectivas, más allá de su cuerpo y de su ombligo. Lo mejor para todos es lo mejor para ti, le explico mientras saco el móvil para pagar desde la pantalla sin dinero ni contacto. Pero creo que no me tiene en cuenta, como si fuera yo una cliente cualquiera. Llevo estudiando epidemiología desde hace más de un año, claro que él también. Solo que hemos debido de ir a escuelas distintas.

Mi amiga M. en cambio está desando que le pongan la suya, pero ha calculado que tiene doce millones de personas por delante. ¿Y cómo has hecho estas cuentas? Pregunto. Leyendo periódicos y con una calculadora. Creo que ella está un curso por delante del mío. Pero estamos agotadas las dos. De pensar, de contar con los dedos, de cuantificar la realidad, de medir las distancias e imaginarnos partículas suspendidas en el aire rozando nuestros cuerpos como las balas de Matrix. Menos mal que estamos en Semana Santa y nos han dado vacaciones en la facultad donde nos matriculamos cuando empezó la pandemia. El problema es que como nos inventamos la carrera y la especialidad, las vacaciones tampoco van en serio. No hay un instante de descanso para la epidemiología vocacional.

Es Jueves Santo cuando mi madre me explica que no piensa ponerse la mascarilla en la playa, que hasta ahí podíamos llegar. Y por supuesto lo argumenta como si fuera su TFG (Trabajo de Fin de Grado). Su tesis mantiene que el peligro está en el ocio nocturno descontrolado —aporta muchos datos—, no en las tranquilas playas donde descansan los jubilados entre semana. Ella al principio cumplía todas las reglas, pero ahora que está a punto de pasar de curso ya no. “Hay que tomarse los datos con cautela, mamá”, le digo. Y no sé muy bien lo que quiero decir, pero es una frase de mi profesor Kiko Llaneras y yo le cito siempre que puedo. Entonces ella me recuerda que sacó un diez en el examen final de “Un salón, un bar y una clase: así se contagia el coronavirus en el aire”. Y cierro el pico. Yo me quedé en el 8,5.

Al otro lado del teléfono, mi amiga E. no quiere vacunarse con Astrazeneca. Tiene 37 años, es profesora y tiene miedo de que le dé un trombo. No tiene miedo de tener covid, a pesar de que ha muerto mucha más gente —también más gente de su edad— de esta enfermedad que de ningún efecto secundario de la vacuna. Le toca la semana que viene y se siente acorralada. En el colegio sus compañeros se lo han dejado claro: lo mejor para ti es lo mejor para todos. Como yo al taxista. Pero ella cree que lo mejor para ella será lo que a ella le parezca. Le digo que el riesgo es semejante a tomar la píldora o llevar un DIU hormonal. Es que yo nunca he tomado la píldora, responde victoriosa. Además, en Alemania han dejado de vacunar con Astrazeneca por debajo de los 60 años. ¿Es que no lo ves?, sentencia. Como epidemióloga experta y basándome en estudios rigurosos de vacunaciones masivas en pandemia históricas, señalo que resulta muy extraño que justo después de que los ingleses nos toreen con la vacuna y nos dejen sin abastecimiento en un clarísimo corte de mangas post-Brexit, empecemos a poner pegas a su vacuna. ¿Serán pegas políticas o sanitarias? ¿Acaso existe la diferencia en un momento como este? Le recuerdo que Astrazeneca ha inmunizado a varios millones de ingleses de todos los géneros y edades. En todo caso, estamos aprendiendo cada día, concluyo Y siento que estoy camino del doctorado porque empiezo a hablar como Fernando Simón.

Con todo, confieso que estoy exhausta. Esta profesión es muy exigente y requiere dedicación 24/7. Necesito un descanso real y mental. Vale que no puedo salir de mi ciudad ni de mi provincia ni de mi país. Pero quizás pueda escapar un ratito de mi cabeza. Así que quedo con mi gente preferida, la de las terrazas, la de pasarlo bien con lo que se pueda y cuando se pueda. No necesitamos procesiones para estar de vacaciones, me digo. Aire libre, distancia y cerveza. La mascarilla viene y va. No hay vacunas ni miedos ni estadísticas. Pero entonces nos ponemos de tan buen humor, que llega el turno de fijar fecha para los mejores planes. Por suerte en mi terraza hay dos doctorados cum Laude por la Universidad de La Sexta Noche. Uno es ya catedrático. Y desde la legitimidad de su cátedra asegura que los conciertos serán en octubre, los viajes al extranjero en verano, la fiesta para más de veinte en septiembre, la discoteca sin mascarillas aún por determinar… Igual que volver a compartir pitillo, la boda de mi prima, beber del mismo vaso, conocer a gente con la boca a la vista la primera vez, las verbenas, los cumpleaños infantiles, cenar en interiores, los aforos completos, dejar de mirar estadísticas. A mí me interesa especialmente este punto porque no quiero hacer nada de lo anterior ni nada en absoluto antes de abandonar esta exigencia.

Por eso defiendo que los epidemiólogos vocacionales, de fuste, merecemos unas vacaciones. Llevamos un año en primera línea, analizando cada dato, calculando los infectados por cada cien mil, midiendo el cambio cada 14 días, contrastando el número de vacunados frente al número de vacunas disponibles, entrando cada día en el localizador de infectados por barrios del periódico… Y aunque estamos seguros de que esta crisis no se podrá superar sin nuestro análisis, el hecho es que necesitamos un respiro. Personalmente lo tengo claro. Me estudio un rato más “No respires el aire del otro: cómo esquivar el coronavirus en interiores” y lo dejo todo hasta el lunes. La pandemia tendrá que seguir sin mí.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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