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Columna
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Asuntos internos

Pekín reivindica su soberanía nacional y el derecho a no interferencia en sus políticas. Así avanza un nuevo imperialismo

Lluís Bassets
El presidente chino, Xi Jinping, presiona el botón para votar sobre la reforma del sistema electoral en Hong Kong el 11 de marzo de 2021.
El presidente chino, Xi Jinping, presiona el botón para votar sobre la reforma del sistema electoral en Hong Kong el 11 de marzo de 2021.ROMAN PILIPEY / POOL (AP)
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Editorial | Valores e intereses en la relación con China

El fracaso es doble: el libre mercado no conduce a la libertad política, pero la globalización proporciona a los países autoritarios armas para el chantaje a las democracias. El resultado a la vista está: con China hemos hecho un pan como unas tortas. No son tan solo los gobiernos e instituciones internacionales los que están pillados, sino empresas y particulares.

Ahora todo queda más claro, pasada la desastrosa presidencia de Trump, obsesionado con el déficit comercial y los puestos de trabajo perdidos en Estados Unidos, pero indiferente a las violaciones de derechos humanos. El trumpismo empezó a denunciar a China hace apenas un año con la pandemia, al avizorar su derrota en las urnas. Hay que recordar las carantoñas de Trump a Xi Jinping en enero de 2020, cuando todavía le elogiaba por su gestión del brote vírico de Wuhan.

China ha aprovechado los cuatro años de Trump, pero el origen está en la llegada de Xi Jinping a la cúspide del poder en Pekín en 2012. Rusia y China actúan ahora como aliados estratégicos en las instituciones internacionales. Desde 2011, el doble veto en el Consejo de Seguridad, formulado al alimón por Pekín y Moscú, se ha instalado en la geometría de Naciones Unidas. La responsabilidad de proteger a la población civil que generaba el derecho de injerencia en los asuntos internos de las dictaduras pasó a mejor vida tras la autorización de bombardear las fuerzas del coronel Gadafi, utilizada por primera y última vez por el Consejo de Seguridad.

De ahí derivó la anexión de Crimea por Rusia y ahora la destrucción de la democracia liberal de Hong Kong y el sometimiento de los uigures de Xinjiang, recibidos apenas con unos gruñidos por parte de la comunidad internacional. Con Xi Jinping, a diferencia de sus antecesores, la China de etnia han, confuciana y comunista, con el mandarín como lengua hegemónica, quiere asimilar cualquier diversidad en las creencias, la lengua y la identidad cultural.

Han regresado las viejas armas maoístas del internamiento y la reeducación, junto con las tecnologías digitales de reconocimiento facial y los algoritmos policiacos. Un millón de uigures han pasado ya por los campos, donde se han dado casos de tortura, esterilizaciones y violaciones. La vasta operación reúne todas las características de un genocidio cultural.

En respuesta a las denuncias y sanciones internacionales, el régimen de Pekín reivindica su soberanía nacional y el derecho a la no interferencia en los asuntos internos. Así avanza un nuevo imperialismo, muy semejante a los viejos, pero asentado en la buena conciencia y preparado para expandirse en su espacio geográfico primero, hasta ampliar luego su hegemonía a todo el continente euroasiático y más allá. </CW>Las leyes raciales de la Alemania nazi de 1935 también fueron asuntos internos que precedieron en pocos años a la Segunda Guerra Mundial y al Holocausto.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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