En el cosmos
En el silencio del desierto pensé que allí arriba estaría, tal vez, mi amigo sin opinión alguna formando parte del cielo estrellado


Las voces se oían desde el pasillo del hospital. Alrededor de la cama de un enfermo terminal sus amigos discutíamos de política. Los argumentos apasionados sobre el socialismo, la libertad, el comunismo, la independencia y el fascismo iban de un lado a otro por encima del rostro exangüe del moribundo. Este altercado ideológico había sido provocado por los insultos procaces que en ese momento se estaban infiriendo los políticos en el televisor colgado en la pared. En medio de la discusión, alguien le preguntó al enfermo su opinión. Con el último aliento que le quedaba, apenas sin voz, murmuró: “Mañana estaré ya en el cosmos, no sé cómo se verá esta mierda desde las estrellas”. Dicho esto, horas después, entró en coma y al día siguiente falleció. Pasados unos años, en el desierto de Atacama, un astrónomo se servía de una linterna de rayo láser para explicar la gran fiesta cósmica que sucede de noche en el firmamento. Sobre mi cabeza se extendían miles de millones de astros como una nutrida sopa de luces halógenas al alcance de la mano. Mientras el astrónomo señalaba la Cruz del Sur y las Nubes de Magallanes, que son fábricas de constelaciones, en el silencio del desierto pensé que allí arriba estaría, tal vez, mi amigo sin opinión alguna formando parte del cielo estrellado. Aquella noche en Atacama, al final de la visión sobrecogedora del cosmos, el astrónomo dejó de apuntar con el rayo láser las estrellas e iluminó el suelo del jardín para guiar mis pasos en la oscuridad. “Cuidado con ese agujero, no te vayas a romper la crisma”, me advirtió. En este caso el agujero negro que me podía absorber no estaba en las galaxias, sino en la miserable tierra que pisaban ahora mis zapatos. Si me decidiera a explorarlo lo encontraría lleno de ruedas de molino que me han obligado a comulgar y de todos los amigos muertos junto a tantos sueños también enterrados.
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