India ataca a los activistas del clima con la ayuda de las grandes tecnológicas
Al parecer, la complicidad con las violaciones de los derechos humanos es el precio que se paga por seguir teniendo acceso al mayor mercado de usuarios digitales después de China
Las cámaras que se amontonaban frente a la enorme prisión de Tihar, en Nueva Delhi, evocaban el frenesí mediático esperable cuando se trata de un primer ministro atrapado en un escándalo de corrupción o quizá una estrella de Bollywood a la que han pillado en una cama que no era la suya. Pero las cámaras esperaban a Disha Ravi, una activista del clima de 22 años, vegana y amante de la naturaleza, que, sin proponérselo, ha acabado en medio de una aventura legal digna de Orwell, compuesta por acusaciones de sedición, incitación y participación en una conspiración internacional que incluye, entre otros, a agricultores indios en rebelión, la estrella mundial Rihanna, supuestos planes contra el yoga y el chai, el separatismo sij y Greta Thunberg.
Si todo esto les parece disparatado, sepan que lo mismo pensó el juez que dejó en libertad a Ravi después de nueve días en prisión e interrogatorios policiales. El juez Dharmender Rana debía decidir si había que negar la fianza a Ravi, una de las fundadoras del capítulo indio de Fridays for Future, el grupo juvenil de lucha por activismo climático fundado por Thunberg, y su fallo fue que no había motivos para negarla, de modo que Ravi pudo volver a su casa en Bengaluru (también conocida como Bangalore) esa misma noche.
Pero el juez sintió la necesidad de ir más allá y emitió una cáustica decisión de 18 páginas sobre el caso que tiene cautivados a los medios de comunicación indios desde hace semanas y emitió su veredicto personal sobre los diversos motivos alegados por la policía de Delhi para explicar por qué habían detenido a Ravi. Las pruebas de la policía contra la joven ecologista son, escribió, “escasas e incompletas” y no hay “ni un atisbo” de pruebas que justifiquen las acusaciones de sedición, incitación y conspiración contra ella y, como poco, otros dos jóvenes activistas.
Mientras que el cargo de conspiración internacional parece no sostenerse, la detención de Ravi ha puesto de relieve otro tipo de confabulación, entre el Gobierno nacionalista hindú del primer ministro Narendra Modi, cada vez más represivo y antidemocrático, y las empresas de Silicon Valley cuyas herramientas y plataformas se han convertido en el principal instrumento para que las fuerzas gubernamentales inciten al odio contra las minorías vulnerables y los críticos y para que la policía capture a activistas pacíficos como Ravi en una tela de araña digital.
Los argumentos contra Ravi y sus “cómplices” se basan por completo en los usos habituales de unas herramientas digitales muy conocidas: grupos de WhatsApp, un documento de Google Docs editado de forma colectiva, una reunión privada en Zoom y varios tuits muy destacados, todos ellos elementos que se han convertido en supuestas pruebas cruciales, dentro de una cacería auspiciada por el Estado y publicitada por los medios. Al mismo tiempo, esas mismas herramientas se han utilizado en una campaña coordinada de mensajes progubernamentales para azuzar los sentimientos de la población contra los jóvenes activistas y el movimiento de agricultores que estaban apoyando, a menudo en clara violación de las medidas de contención que las empresas de redes sociales aseguran haber implantado para impedir la incitación a la violencia en sus plataformas.
En un país en el que el odio se ha convertido con una frecuencia estremecedora en auténticos pogromos contra las mujeres y las minorías, los defensores de los derechos humanos advierten de que India está al filo de una ola espantosa de violencia, posiblemente incluso a la altura del sanguinario genocidio alentado y facilitado por las redes sociales contra los rohingyas en Myanmar.
En todo este proceso, los gigantes de Silicon Valley han permanecido llamativamente callados: en India, su famosa devoción a la libertad de expresión y su reciente compromiso de luchar contra el discurso del odio y las teorías de la conspiración están desaparecidos. Su lugar lo ocupa una complicidad creciente y escalofriante con la guerra de la información de Modi, una colaboración que quedará plasmada en una nueva y draconiana ley sobre medios digitales que prohibirá a las empresas tecnológicas negarse a cooperar cuando el Gobierno les pida que eliminen el material ofensivo o quebranten la privacidad de los usuarios. Al parecer, la complicidad con las violaciones de los derechos humanos es el precio que se paga por seguir teniendo acceso al mayor mercado de usuarios digitales después de China.
Tras cierta resistencia inicial por parte de Twitter, cientos de cuentas críticas con el Gobierno de Modi han desaparecido sin explicación; se ha permitido que continúen los representantes del Gobierno que se dedican descaradamente a la incitación y el discurso del odio en Twitter y Facebook, pese a que ello infringe la política de ambas empresas; y la policía de Nueva Delhi presume de haber contado con toda la cooperación de Google para investigar las comunicaciones privadas de ecologistas pacíficos como Ravi.
“El silencio de estas empresas es de lo más elocuente”, me dijo un activista defensor de los derechos digitales, que pidió permanecer anónimo por miedo a las represalias. “Tienen que pronunciarse, y sin más tardar”.
La investigación policial sobre Ravi y sus colegas Nikita Jacob y Shantanu Muluk, que diversos medios de comunicación indios llaman “el caso de la caja de herramientas (Toolkit)”, “la caja de herramientas de Greta” y “la conspiración de la caja de herramientas”, se centra sobre todo en el contenido de una guía de las redes sociales que Greta Thunberg tuiteó a principios de febrero, dirigida a sus casi cinco millones de seguidores. Cuando la policía de Nueva Delhi detuvo a Ravi, aseguró que era “editora del documento Toolkit en Google docs y una de las principales responsables de la elaboración y diseminación del archivo. Puso en marcha el grupo de WhatsApp y colaboró en la creación del documento Toolkit. Colaboró estrechamente con ellos para redactar el documento”.
La guía no era más que un documento de Google elaborado por un grupo variopinto de activistas en India y en la emigración con el fin de obtener apoyos para el movimiento de agricultores que lleva meses organizando sin descanso amplias acciones de protesta.
Los campesinos se oponen a unas nuevas leyes agrarias que el Gobierno de Modi ha aprobado a toda prisa con la excusa de la pandemia de coronavirus. El motivo principal de las protestas es la convicción de que, al eliminar los precios protegidos para las cosechas que han tenido siempre y abrir el sector agrario a más inversiones privadas, los pequeños agricultores se enfrentarán a una “condena a muerte” y las tierras más fértiles de India caerán en manos de un pequeño número de grandes empresas.
Mucha gente ajena al campo está buscando maneras de ayudar, en India, entre los emigrados del sur de Asia en todo el mundo y dentro de la población en general. El movimiento juvenil por el clima se ha sentido especialmente obligado a dar un paso al frente. Como dijo Ravi ante el tribunal, apoya a los campesinos “porque son nuestro futuro y todos necesitamos comer”. Y también señaló la relación con el cambio climático. Las sequías, las olas de calor y las inundaciones se han intensificado en años recientes y los agricultores indios están entre los primeros en sufrir las consecuencias, a menudo con la pérdida de sus cosechas y su sustento, una experiencia que Ravi conoce en persona porque ha visto la lucha de sus abuelos con los fenómenos meteorológicos extremos.
Como ocurre con los innumerables documentos de nuestra era de organización digital, la caja de herramientas que ocupa el centro de esta controversia contiene una serie de sugerencias conocidas para que la gente pueda manifestar su solidaridad con los agricultores indios, especialmente en las redes sociales. “Tuitea tu apoyo a los agricultores indios. Utiliza los hashtags #FarmersProtest #StandWithFarmers”; hazte una foto o un vídeo diciendo que los apoyas; firma una carta; escribe a tu congresista; participa en una “tormenta de tuits” o una “huelga digital”; acude a alguna manifestación en persona, ya sea en India o ante la embajada de India en tu país; aprende más asistiendo a una sesión informativa a través de Zoom. Una de las primeras versiones del documento (que luego se borró) hablaba de oponerse a la imagen pública de India como el país de la paz y el amor, “el yoga y el chai”.
Casi todas las grandes campañas de activismo producen manuales como este. La mayoría de las ONG de mediana dimensión cuentan con alguien encargado de redactar esos documentos y enviarlos a posibles seguidores e influencers. Si los documentos son ilegales, eso quiere decir que el activismo es ilegal. Al detener y encarcelar a Ravi por su supuesta responsabilidad en la creación del documento Toolkit, están penalizándola por dar una mala imagen de India ante el mundo. Según esa definición, habría que acabar con toda la labor internacional de derechos humanos, porque no suele dejar en muy buen lugar a los gobiernos.
El juez que falló sobre la fianza de Ravi insistió en este aspecto: “Los ciudadanos son los guardianes de la conciencia del Gobierno en cualquier nación democrática. No se les puede encarcelar solo porque no están de acuerdo con las políticas del Estado”, escribió. En cuanto a compartir el documento de la caja de herramientas con Thunberg, “la libertad de palabra y expresión incluye el derecho a buscar repercusión en todo el mundo”, añadió.
Es algo que parece evidente. Sin embargo, distintos representantes de la Administración han calificado este documento tan inocente como algo mucho más siniestro. El general V. K. Singh, ministro de Transportes y Carreteras en el Gobierno de Modi, escribió en Facebook que la caja de herramientas “revelaba los verdaderos propósitos de una conspiración internacional contra India. Hace falta investigar a los agentes que manejan los hilos de esta maquinaria perversa. Había instrucciones muy claras sobre cómo, cuándo y qué. Las conspiraciones de esta dimensión suelen quedar al descubierto”.
La policía de Nueva Delhi siguió rápidamente la recomendación y se propuso encontrar pruebas de esa conspiración internacional para “difamar al país” y debilitar al Gobierno, para lo que recurrió a una severa ley sobre sedición de la época colonial. Pero no se quedó ahí. También se alega que la caja de herramientas forma parte de un plan secreto para romper India y formar un Estado sij llamado Jalistán (de nuevo la sedición), porque un canadiense de origen indio que vive en Vancouver y que ayudó a redactar la guía ha expresado ciertas simpatías por un Estado sij independiente (lo cual no es un delito, aparte de que no se menciona en el documento Toolkit). Y curiosamente, afirman que un documento de Google que, según la policía, se redactó sobre todo en Canadá, también incitó y tal vez orquestó las acciones violentas producidas en una gran “manifestación de tractores” celebrada en Nueva Delhi el 26 de enero.
Estas acusaciones llevan semanas extendiéndose en las redes, en gran parte dentro de campañas coordinadas en Twitter, encabezadas por el Ministerio de Asuntos Exteriores de India y fielmente reproducidas por las principales estrellas de Bollywood y del críquet. Anil Vij, ministro del Estado indio de Haryana, tuiteó en hindi que “cualquiera que tenga en su mente las semillas del antinacionalismo debe ser destruido, tanto si es #Disha_Ravi como cualquier otra persona”. Cuando se indicó a Twitter que este era un ejemplo indudable de discurso del odio por parte de un personaje poderoso, la empresa respondió que el tuit no infringía sus normas y lo dejó.
Los medios impresos y audiovisuales del país han repetido sin descanso las absurdas acusaciones de sedición; solo en The Times of India han aparecido más de 100 noticias sobre Ravi y la Toolkit. Los informativos de televisión han emitido reportajes de denuncia similares a los de busca y captura de criminales a propósito de la “conspiración” internacional de la caja de herramientas. Como es comprensible, esa indignación se ha extendido a las calles, con concentraciones nacionalistas en las que se han quemado fotos de Thunberg y Rihanna (que también tuiteó en apoyo a los agricultores).
El propio Modi ha puesto su granito de arena y ha hablado de enemigos que “han caído tan bajo que ni siquiera perdonan el té indio”, lo que muchos consideran una referencia a la frase borrada sobre “el yoga y el chai”.
Hasta que de pronto, esta misma semana, el suflé se vino abajo. El juez Rana, en su orden de poner en libertad a Ravi, escribió que “el examen de la llamada caja de herramientas revela la ausencia patente de todo llamamiento a la violencia de cualquier tipo”. Tampoco estaba probada la acusación de que el manual fuera un plan separatista, escribió, sino que decirlo era hacer una deducción retorcida sobre culpabilidad por asociación.
En cuanto al cargo de que difundir informaciones críticas sobre el trato a los agricultores y los defensores de los derechos humanos en India a activistas destacados como Thunberg constituye “sedición”, el juez se mostró especialmente enfadado. “No puede invocarse el delito de sedición para curar la vanidad herida de los gobiernos”.
El caso está todavía activo, pero el fallo representa un revés importante para el Gobierno y una defensa del movimiento de los agricultores y las campañas de solidaridad con ellos. Sin embargo, tampoco es una victoria. Aunque el caso de la caja de herramientas pierda fuerza como consecuencia de la reprimenda del magistrado, esta no es más que una de las cientos de campañas que está librando el Gobierno indio contra activistas, organizadores y periodistas. La sindicalista Nodeep Kaur, un año mayor que Ravi, está en prisión por apoyar a los campesinos. Esta semana declaró ante el tribunal que, cuando estaba en custodia de la policía, le habían dado una paliza. Al mismo tiempo, centenares de agricultores continúan entre rejas y algunos de los arrestados han desaparecido.
La auténtica amenaza que supone la caja de herramientas para Modi y el Bharatiya Janata Party (Partido Popular Indio), BJP, ha sido siempre, en realidad, la fuerza del movimiento campesino. El proyecto político de Modi representa una sólida fusión del chovinismo hindú desatado y un poder empresarial muy concentrado. Los agricultores se oponen a ese doble proyecto, con su insistencia de que los alimentos queden al margen de la lógica del mercado y con la capacidad demostrada del movimiento para acumular poder por encima de las fronteras religiosas, étnicas y geográficas que alimentaron el ascenso del primer ministro al poder.
Ravinder Kaur, profesor en la Universidad de Compenhague y autor de Brand New Nation: Capitalist Dreams and the Nationalist Designs in Twenty-First-Century India, escribe que el movimiento de los agricultores es “quizá la mayor movilización de masas de la India poscolonial, un movimiento que abarca a poblaciones rurales y urbanas y une la rebelión contra el capitalismo sin regulación con la lucha por las libertades civiles”. Frente a la estrecha fusión que ha hecho Modi de capital internacional y Estado hipernacionalista, “la movilización contra la ley antiagricultura es el desafío más directo y sostenido contra esa alianza”.
Las protestas de los campesinos en Nueva Delhi y sus alrededores se han reprimido con cañones de agua, gases lacrimógenos y detenciones en masa. Aun así, las manifestaciones continúan, demasiado amplias para derrotarlas solo por la fuerza. De ahí que el Gobierno de Modi se haya empeñado tanto en encontrar formas de debilitar el movimiento y ocultar su mensaje mediante el bloqueo repetido de internet antes de cada concentración y las presiones con las que ha logrado que Twitter elimine más de un millar de cuentas en apoyo de los agricultores. Y esa es también la razón de que Modi haya tratado de enturbiar las aguas con historias de manuales sospechosos y conspiraciones internacionales.
Una carta abierta firmada por docenas de activistas medioambientales indios tras la detención de Ravi lo dejaba muy claro: “Las actuaciones del Gobierno central son una táctica de distracción para desviar la atención de la gente de problemas reales como el aumento constante de los precios del combustible y los artículos esenciales, el desempleo y los problemas causados por un confinamiento sin planificar y el alarmante estado del medio ambiente”.
En otras palabras, esa búsqueda de una distracción política es la que ayuda a explicar por qué una simple campaña de solidaridad ha acabado apareciendo como una conspiración secreta para romper India e incitar a la violencia desde el extranjero. El Gobierno de Modi está intentando sacar el debate público de un terreno en el que tiene una debilidad innegable —la respuesta a las necesidades de la gente durante una pandemia y una crisis económica— para llevarlo al sitio en el que prospera cualquier proyecto etno-nacionalista: nosotros contra ellos, los nuestros contra los extranjeros, los patriotas contra los traidores sediciosos.
En esta maniobra bien conocida, Ravi y el movimiento ecologista juvenil no han sido más que víctimas secundarias.
Pero el daño ha sido inmenso, y no solo porque continúen los interrogatorios y siga siendo muy posible el regreso de Ravi a la cárcel. Como dice la carta conjunta de los activistas medioambientales indios, la detención y el encarcelamiento ya han cumplido su objetivo: “La mano dura del Gobierno se destina claramente a aterrorizar y traumatizar a estos jóvenes tan valientes por atreverse a cantar las cuarenta a los poderosos y pretende enseñarles una lección”.
Y un perjuicio aún más amplio es la parálisis que ha impuesto la controversia de la caja de herramientas entre la disidencia política en India, con la complicidad callada de las empresas tecnológicas que antes presumían de su capacidad de abrir unas sociedades cerradas y propagar la democracia en el mundo. Como dijo un titular, “La detención de Disha Ravi pone en duda la privacidad de todos los usuarios de Google en India”.
Desde luego, el debate público ha quedado tan dañado que muchos activistas indios han pasado a la clandestinidad y han eliminado sus cuentas de las redes sociales para protegerse. Incluso los defensores de los derechos digitales se muestran precavidos a la hora de hacer declaraciones. Un experto legal que pidió permanecer anónimo me habló de la peligrosa convergencia entre un Gobierno experto en las guerras de la información y las empresas dueñas de las redes sociales, que buscan atrapar todo lo posible a sus usuarios para sacar provecho a sus datos: “Todo esto parte de que el statu quo ha convertido las redes sociales en armas, algo que no existía antes. Y lo agrava más aún la tendencia de esas empresas a dar prioridad a los contenidos más virales y extremistas, lo que les permite extraer rendimiento económico a la atención del usuario y obtener beneficios”.
Desde la detención de Ravi, los entresijos de su vida privada digital han quedado al descubierto, a la vista de todo el mundo, especialmente de unos medios nacionales voraces y escabrosos. Las tertulias televisivas y los periódicos se han obsesionado con sus mensajes privados a Greta Thunberg y otras comunicaciones entre unos activistas que no estaban haciendo nada más que publicar un panfleto en la red. La policía insiste en que la decisión de Ravi de borrar un grupo de WhatsApp es prueba de que había cometido un delito, y no una reacción lógica ante los intentos del Gobierno de convertir una operación de activismo digital pacífico en un arma contra los jóvenes activistas.
Los abogados de Ravi han pedido al tribunal que ordene a la policía que deje de filtrar sus comunicaciones privadas a la prensa, unas informaciones que por lo visto han obtenido de los móviles y ordenadores incautados. Las autoridades policiales de Nueva Delhi, que desea incorporar más informaciones privadas a su investigación, también han hecho requerimientos a las grandes tecnológicas. Han pedido a Zoom que revele la lista de asistentes a una reunión privada de activistas que, según ellos, estuvo relacionada con el documento Toolkit; han solicitado varias veces a Google información sobre cómo se publicó y compartió. Y, según diversas informaciones, también han pedido a Instagram (que pertenece a Facebook) y a Twitter informaciones relacionadas con él. No está claro qué empresas han accedido ni hasta qué punto. La policía ha presumido públicamente de que Google está cooperando, pero ni Google ni Facebook han respondido a la petición de The Intercept para que hicieran algún comentario al respecto. Zoom y Twitter hicieron referencia a sus respectivas políticas de empresa, que establecen que cumplirán las leyes nacionales pertinentes.
Quizá ese sea el motivo de que Modi haya escogido este momento para presentar una nueva serie de normas que, de seguir adelante, le darían tal control sobre los medios digitales que se parecerían mucho al gran cortafuegos chino. El 24 de febrero, al día siguiente de que Ravi quedara en libertad, Reuters informó de que el Gobierno había presentado el plan “Normas para intermediarios y código ético para los medios digitales”.
Las nuevas normas exigirán a las empresas propietarias de las redes sociales que eliminen los contenidos que afecten a “la soberanía y la integridad de India” en un plazo de 36 horas tras una orden gubernamental; una definición tan vaga que muy bien podría incluir los comentarios desdeñosos sobre el yoga y el chai. El código propuesto también establece que las empresas digitales deben cooperar con las peticiones del Gobierno y la policía de informaciones sobre sus usuarios en un plazo de 72 horas. En esto se incluyen las peticiones de rastreo de la fuente que haya originado una “información malintencionada” en las plataformas y quizá incluso aplicaciones de mensajería encriptadas.
El nuevo código se propone con la excusa de proteger la diversidad social de India y censurar los contenidos obscenos. “El responsable de la publicación tendrá en cuenta el contexto multirracial y multiconfesional de India y ejercerá la debida cautela y discreción al representar las actividades, creencias, costumbres u opiniones de cualquier grupo racial o religioso”, declara el borrador.
Sin embargo, en la práctica, el BJP posee uno de los ejércitos de trols más sofisticados del planeta y sus políticos están entre los promotores más ruidosos y agresivos del discurso del odio contra las minorías vulnerables y los críticos de todo tipo. Por mencionar un ejemplo entre muchos, varios políticos del BJP participaron activamente en una campaña de desinformación que afirmaba que los musulmanes estaban propagando deliberadamente la covid-19, en una “yihad del coronavirus”. Un código como este consagraría legalmente la doble vulnerabilidad digital que han experimentado Ravi y otros activistas, que quedarían sin protección tanto frente al acoso en internet de unas turbas excitadas por el Estado nacionalista hindú como frente a dicho Estado cuando decida invadir su intimidad digital por el motivo que sea.
Apar Gupta, director ejecutivo del grupo de derechos digitales Internet Freedom Foundation, se muestra especialmente preocupado por las partes de la nueva ley que pueden permitir que los funcionarios sigan la pista de los creadores de mensajes en plataformas como WhatsApp. Esa medida, ha explicado a Associated Press, “socava los derechos de los usuarios y puede llevar a la autocensura si tienen miedo de que sus conversaciones hayan dejado de ser privadas”.
Harsha Walia, directora ejecutiva de la Asociación de Libertades Civiles de Columbia Británica y autora de Border and Rule: Global Migration, Capitalism, and the Rise of Racist Nationalism, explica así la grave situación de India: “Las últimas normas propuestas, que exigirían a las redes sociales cooperar con las fuerzas del orden indias, son un nuevo, escandaloso y antidemocrático intento del Gobierno fascista y ultrahindú de Modi de reprimir la disidencia, consolidar el Estado de vigilancia e incrementar la violencia del Estado”. Me dijo que esta última medida del Gobierno debe interpretarse dentro de una guerra de la información mucho más amplia y compleja por parte del Estado indio. “Hace tres semanas, el Gobierno apagó internet en varias partes de Nueva Delhi para ocultar las informaciones sobre las protestas de los agricultores; se suspendieron las cuentas en redes sociales de periodistas y activistas presentes en las manifestaciones y entre los miembros de la diáspora sij; y las grandes tecnológicas colaboraron con la policía en varias acusaciones de sedición sin fundamento pero escalofriantes. En los últimos cuatro años, el Gobierno indio ha ordenado más de 400 cortes de internet, y la ocupación india de Cachemira está acompañada de un prolongado cerco comunicativo”.
Está previsto que el nuevo código, que afectará a todos los medios digitales, incluidos los servicios de streaming y las páginas de noticias, entre en vigor en el plazo de tres meses. Varios productores indios de medios digitales se han opuesto a la nueva ley. Siddharth Varadarajan, fundador y director de The Wire, tuiteó el jueves de la semana pasada que el nuevo código es “letal” y “tiene el propósito de acabar con la independencia de los medios informativos digitales de India. Este intento de dotar a los burócratas del poder de decir a los medios lo que pueden y no pueden publicar no tiene ninguna base legal”.
Pero no debemos esperar ninguna muestra de valentía de Silicon Valley. Muchos directivos de las tecnológicas estadounidenses se arrepienten de haberse negado hace tiempo, por presiones del público y de los empleados, a cooperar con el aparato chino de vigilancia y censura masiva, una decisión ética pero que a empresas como Google les costó el acceso a un mercado inmensamente grande y lucrativo. Ahora no parece que estén dispuestos a hacer lo mismo. Como informó The Wall Street Journal el pasado mes de agosto, “India tiene más usuarios de Facebook y WhatsApp que ningún otro país y Facebook ha escogido su mercado para introducir los pagos, la encriptación y las iniciativas destinadas a vincular sus distintos productos de maneras que, como ha dicho Mark Zuckerberg, van a dar trabajo a la compañía durante los próximos 10 años”.
Para tecnológicas como Facebook, Google, Twitter y Zoom, la India de Modi se ha convertido en el momento de la verdad. En Estados Unidos y Europa se esfuerzan en demostrar que se puede confiar en su capacidad de regular el discurso del odio y las conspiraciones nocivas en sus plataformas al mismo tiempo que protegen la libertad de hablar, debatir y discrepar que forma parte fundamental de cualquier sociedad saludable. Pero en India, donde da la impresión de que ayudar al Gobierno a perseguir y encarcelar a activistas pacíficos y dar publicidad al odio es el precio que hay que pagar por el acceso a un mercado inmenso y en expansión, “todos esos argumentos desaparecen”, me dijo un activista. Y por un motivo muy sencillo: “Obtienen beneficios de todos esos daños”.
Naomi Klein es corresponsal senior en The Intercept. Este artículo fue publicado originalmente el 27 de febrero de 2021 y ha sido traducido y reproducido con la autorización de The Intercept.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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