La estación Bruckner
Durante el año de pandemia se ha saltado de la gravedad del dolor a la inquietud de sentirse perdido
Ya un año de pandemia y, junto a las inquietudes y pesares, trajo también algún margen para explorar otros territorios y para cultivar mejor algunas viejas aficiones. Por ejemplo, la música. De pronto apareció por ahí Anton Bruckner, uno de esos maestros del siglo XIX que igual resultan más esquivos, más difíciles. Opera con grandes masas de sonido, con enorme majestuosidad, pero de pronto da la impresión de que se perdiera el hilo de su música, que se fuera incluso hasta el silencio, que balbuceara, que se escapara. En su Cuarta sinfonía, en la Séptima, en la Octava, en la Novena: hay momentos en que todo se levanta hacia arriba, que asciende hacia las alturas, los metales estallan en el firmamento y esa corriente avasalladora te conduce al borde de la apoteosis. Pero, justo al instante siguiente, las cuerdas o las maderas parece que se incorporaran a duras penas tras haberse derrumbado desde quién sabe dónde, y solo se animaran a dar unos cuantos tímidos e inciertos e inseguros pasos.
Bruckner va probando, ensaya unos cuantos temas, pero de pronto se va por otra parte como llamado por un sobresalto ininteligible. El éxtasis y la caída, y la exigencia de ir probando registros, posibilidades, alumbrando zonas desconocidas. Es como si Bruckner con su música se hubiera adelantado a los extravíos que produce un virus que llega para cambiarlo todo. Todos sus pasajes mayestáticos y de un enorme dramatismo son un perfecto reflejo de la gravedad de los momentos que se han vivido a lo largo de este último año, y las travesías más bien lentas, suaves, obsesivas, extremadamente inquietantes, dan perfecta cuenta de la fragilidad de este tiempo, en el que cada uno ha sido una rama a punto de quebrarse —o quebrada y rota del todo—, como transmiten tantos momentos de Bruckner.
Bien podría decirse que hemos habitado en la estación Bruckner. La primavera, el verano, el otoño y el invierno quedaron al final como variaciones sobre lo mismo, y fue como estar dentro de la densa consistencia de sus composiciones: con el peso de estar condenados a dar vueltas alrededor de un puñado de modestos interrogantes —¿vamos mejor o peor?, ¿saldremos de esta?— y el dolor de las pérdidas que obligaba a mirar al cielo o al infierno. Bruckner era católico, un profundo creyente, y muchos pasajes de sus obras traducen ese desgarro que recorre con mayor intensidad su última sinfonía, que no llegó a completar por su su grave enfermedad, y que queda resumido en esas palabras: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Bruckner no lo tuvo fácil en su época. Entonces la batalla por la gloria se disputaba entre los que veneraban a Wagner y los que honraban a Brahms, entre los progresistas y los conservadores. ¡Vaya disparate!: las marcas de esa modernidad que separa a los que corren hacia adelante de los que miran hacia atrás. Se atizaban unos a otros con la férrea disciplina que se cultiva en esas tribus que refuerzan la lealtad entre los suyos con el odio que profesan al otro. Bruckner quedaba en tierra de nadie frente a esa brutal batalla.
También ha ocurrido en estos últimos meses. Igual se ha habitado en la estación Bruckner, con sus precipicios y sus heridas y la tremenda gravedad de una pandemia, pero el espectáculo lo han dado los que se han estado tirando los trastos para otorgarse el mérito de guardar las esencias o lanzarse hacia un futuro inmaculado.
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