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Reportaje:CLÁSICA EL PAÍS

'Cuarta sinfonía' de Anton Bruckner

EL PAÍS ofrece mañana, por 2,95 euros, una histórica grabación de Hans Knappertsbuch con la Filarmónica de Viena

"La música de Bruckner es una búsqueda de intimidad, abandono, de encuentro místico con la plenitud, con la belleza en estado puro, esa belleza que te saca de lo inmediato, te hace distinguir lo esencial de lo accesorio; esa belleza que te acerca a la verdad de las cosas". Así se expresa Javier Elzo, catedrático de Sociología de la Universidad de Deusto, en el ensayo introductorio que acompaña mañana el libro-disco dedicado a Bruckner en la colección de EL PAÍS. Bruckner es una pasión adulta para Elzo. Su invitación al conocimiento del mundo sinfónico del autor austriaco es irresistible.

Se empiezan a completar ciclos básicos dentro de nuestra colección. Furtwängler, Kubelik y Neumann han sido los guías que, anteriormente, nos han llevado de la mano en los otros tres grandes compositores sinfónicos de referencia del siglo XIX: Beethoven, Brahms y Mahler. Faltaba Bruckner para completar el, llamémosle así, "cuarteto sinfónico". Y una versión histórica para mantener el equilibrio de fuerzas interpretativas. La línea Bruckner se alimenta directamente del último Beethoven y tiene su punto de mira más inmediato en la sinfonía Grande de Schubert, Novena u Octava, según catalogaciones. Es una línea instintiva, con una recurrencia espontánea a motivos populares austriacos, desmesurada por momentos en su desarrollo y puramente musical en sus raíces. Bruckner es mucho Bruckner y no solamente un eslabón perdido para redondear una unidad en la continuidad. Su Cuarta sinfonía es la más accesible para un viaje de iniciación, sobre todo en la versión revisada. La grabación que se ha utilizado es de 1955 y tiene lugar en la seductora sala grande de la Musikverein de Viena, la de los televisivos Conciertos de Año Nuevo. En el podio, atención, el gran Hans Knappertsbuch, con la complicidad de la Filarmónica de Viena. Bruckner está en buenas manos. Pueden estar confiados.

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La versión original de la Cuarta es de 1874. Años más tarde, el compositor hizo una revisión profunda, sustituyendo incluso un movimiento como el Scherzo por lo que hoy conocemos como "cuadro de caza", con las evocadoras trompas de protagonistas. El Final también se recompuso ya en 1880. Con todo ello se estrenó en Viena la versión revisada en febrero de 1881, con la Filarmónica dirigida por Hans Richter, aunque no fue publicada hasta 1936 por Robert Haas. Y aún hubo más retoques posteriores en 1887 y 1888, que incorporó la edición Nowak. Si uno se pone meticuloso puede contar hasta nueve versiones distintas de la partitura. Con tres -la primitiva, la Haas y la Nowak- es suficiente.

Bruckner desprendía una imagen de campesino bonachón un tanto ingenuo. Nacido en Ansfelden, Alta Austria, en septiembre de 1824, era el mayor de 11 hermanos. Su padre era maestro y su madre hija de posadero. Su lado campechano se manifestó, por ejemplo, en el ensayo previo al estreno de la Cuarta sinfonía, al depositar una moneda en la mano del director de orquesta sugiriéndole que se tomase una jarra de cerveza a su salud. Hans Richter se quedó, evidentemente, atónito. Pero Bruckner era así. Lo suyo no era la vida social sofisticada. Era una persona sencilla, tímida, profundamente religiosa. Su obra no es excesiva, numéricamente hablando. Destacan sus sinfonías, sus misas, un espectacular Te Deum. La ópera estaba muy lejos de sus inquietudes. Admiraba a Wagner, al que le dedicó su Tercera sinfonía. Era además organista. Murió en 1896 y fue enterrado bajo el órgano en la Abadía de San Florián, lugar hoy de peregrinación de sus admiradores

La difusión de la obra de Bruckner fue lenta, especialmente fuera de Centroeuropa. En España, en concreto, la primera integral de sus sinfonías no se programó hasta mayo de 1994 en Madrid. Celibidache fue uno de sus apóstoles incondicionales. Y Günter Wand, y Eugen Jochum, y Furtwängler. Y Knappertsbuch, claro. De los directores de moda hoy destacan las interpretaciones de Barenboim, Haitink y, a su manera, Herreweghe o Harnoncourt. Bruckner, después de las reticencias iniciales, está ya, y con méritos más que sobrados, en los altares. Nadie pone en duda su importancia. Una pasión adulta, en efecto.

Hans Knappertsbuch fue alumno de Hans Richter y asistente suyo en los Festivales de Bayreuth. Esto es lo que se llama vía directa con la tradición. Nacido en 1888 en Elberfeld, Kna cursó estudios de filosofía en Bonn. La posteridad le asocia inequívocamente con Wagner. Los registros que de él se conservan dirigiendo en el festival de Bayreuth Parsifal o El anillo del Nibelungo, por ejemplo, son para muchos la referencia indiscutible de la verdad wagneriana. En cierta medida oficiaba más que dirigía. Era, en cualquier caso, un monstruo de la improvisación. Detestaba los ensayos. Se cuenta que en muchas ocasiones cuando se presentaba a los músicos les emplazaba directamente para el concierto alegando que tanto ellos como él ya se sabían la partitura, y por tanto no necesitaban perder el tiempo ensayando. Bruckner era la otra gran pasión de Kna, aunque también dirigía con regularidad las grandes obras del repertorio centroeuropeo y tenía alguna curiosa debilidad, como Louise, de Charpentier; Las alegres comadres de Windsor, de Nicolai, o The Mikado, de Sullivan. Pero no dejaban de ser caprichos de un director que volcaba toda su energía ceremonial en Wagner o Bruckner. Knappertsbuch murió en Múnich en 1965. Volverá más adelante con un libro-disco dedicado a Wagner.

Con Elzo, de nuevo, a modo de despedida: "Bruckner fue un hombre solitario, buena persona, católico en lo que eso suponía ser en la Austria profunda y ultraconservadora de la segunda mitad del siglo XIX, pero, sobre todo, músico, compositor de música". Es el gran tesoro que de él nos queda: su música, su maravillosa música.

Anton Bruckner.
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