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Abriendo trocha
Columna
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Inmigrantes en Colombia: una decisión justa

La decisión de Iván Duque de regularizar a un millón de migrantes venezolanos será política de Estado más allá del fin del actual Gobierno el próximo año

Diego García-Sayan
Migrantes venezolanos en la frontera con Colombia
Migrantes venezolanos en la frontera con Colombia.Xavier Montalvo (EFE)

Jamás en Latinoamérica se había vivido una ola migratoria como la que de los últimos cuatro, cinco años, en la que cerca de 5,5 millones de venezolanos ya han emigrado a Colombia, Perú, Chile, Ecuador y otros países de la región. Ni siquiera en la cúspide de los conflictos armados centroamericanos (entre las décadas de los ochenta y noventa) había ocurrido algo así.

En este contexto es trascendente la decisión del Gobierno de Colombia, anunciada el lunes de la semana pasada por el presidente Iván Duque, de que se regularizará a un millón de migrantes venezolanos indocumentados mediante un estatuto temporal de protección con una vigencia de 10 años. Para ese propósito puso bajo consulta pública un proyecto de decreto.

Hay sobre el tapete críticas a su Gobierno en asuntos críticos, como los reiterados homicidios a líderes sociales y defensores de derechos humanos o las dificultades para el cabal cumplimiento de los acuerdos de paz con las FARC firmados el 2016 por el presidente Juan Manuel Santos luego de un largo proceso negociador. Sin embargo, el anuncio del presidente Duque de esta espectacular medida sobre el tema migratorio ha sido bien recibida tanto por la comunidad internacional como en Colombia.

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Lo anunciado tiene como telón de fondo dos contundentes datos de la realidad: la crisis en Venezuela y la incontenible explosión de emigrantes. Que emigren las personas por millones es, por sí solo, termómetro de la dimensión de una crisis. Y para los países que reciben esa inmigración que no buscaron, un reto inmenso. Son varios los países receptores, pero son, en particular –y en ese orden–, Colombia y el Perú; se han asentado allí ya cerca de tres millones (en Colombia, más de 1,7 millones; en Perú, 1,3). Mucho más de los que ha recibido cualquier país europeo –o toda la UE– en igual período.

Destacan en torno a este anuncio tres aspectos particularmente relevantes.

Primero, las dimensiones, proporciones y significación de lo que está de por medio. Países receptores pobres –o de “desarrollo medio”– que reciben muchísimos inmigrantes que huyen de una situación adversa... y no “arde Troya”. Y eso da buena cuenta de que, en medio de todo, los valores democráticos tienen presencia.

Por mucho menos desplazados/refugiados en varios países europeos se arma la de “dios es Cristo” y saltan a flor de piel regresivos chauvinismos, el racismo y nacionalismos extremistas. Y lo que no debería existir nunca en un Estado democrático: exclusión y bloqueos contra inmigrantes huyendo de la violencia o la persecución.

Pensemos, por ejemplo, en los refugiados provenientes de Siria buscando llegar a Europa. ACNUR calcula en 6,7 millones el total de sirios buscándolo; pero la mitad se les ha bloqueado en Turquía. Los que sí llegan a pasar a la rica Europa son mucho menos que el total de venezolanos en Sudamérica, que no dispone de un conveniente territorio “turco” en el camino que opere de parachoques.

Segundo, las condiciones y exigencias para considerar a una persona “refugiado” o darles protección. Los conceptos han evolucionado en América Latina; no en Europa, donde siguen aplicándose los exigentes términos y definiciones de la convención sobre refugiados de 1951 para los que se exige una sustentación individualizada del “temor fundado de persecución” en cada uno de los solicitantes.

En América Latina los conceptos están adecuados a una realidad dinámica, distinta de la de la Segunda Guerra Mundial, que es de donde salieron los conceptos de la convención de 1951. Se aplica, desde 1984, la “definición ampliada” de refugiado, generada en América Latina y adoptada en Cartagena de Indias ese año, que remite a condiciones objetivas, más amplias y colectivas que la “persecución individual”: cuando “su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público”. Es decir, situaciones de afectación colectiva que llevan a grupos humanos a desplazarse.

Así, no fue por el “temor fundado” de persecución individual que se dio protección a partir de Cartagena, por ejemplo, a los salvadoreños que huían de bombardeos en sus poblados o enfrentamientos armados en su país. Se les dio protección por eso; sin que tuvieran que alegar o demostrar un “temor fundado” en cada individuo. Hay que esperar que en otras regiones del mundo se produzca un aggiornamento para que las políticas en esta materia estén a tono con la realidad y no queden como la tortuga detrás de la liebre.

Así, términos operacionales más amplios para el otorgamiento de protección que los de la convención de 1951 están permitiendo que en el presente ACNUR esté procesando decenas de miles de solicitudes por condiciones que van más allá de las previstas en la septuagenaria convención de 1951.

Tercero: cómo manejar esta ola migratoria, la situación migratoria de centenares de miles de venezolanos y las condiciones económicas, laborales y de salud pública de cada inmigrante. A eso se tiene que dar respuesta en un contexto difícil como el de ahora con las economías golpeadas duramente por la pandemia.

Ya que muchos de los que han inmigrado están indocumentados es por donde hay que empezar: regularizar la situación para saber quiénes son y dónde están. Esto parecería estar llegando a una situación límite en Colombia con 90% de los venezolanos inmigrantes en la economía informal y 56% sin situación migratoria regular. En un contexto así es complicado ponerle el “cascabel al gato”.

Son importantes, por eso, las medidas anunciadas por el presidente colombiano. Que están dirigidas no solo a los migrantes venezolanos regulares sino, principalmente, a los que se encuentren en situación irregular al 31 de enero de 2021 e, incluso, a los que ingresen a Colombia por un puesto de control migratorio durante los primeros dos años de vigencia del naciente Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos (ETPV).

“Es un gesto humanitario emblemático para la región, incluso para el mundo entero”, señaló Filippo Grandi, titular de ACNUR de visita en Colombia el día del anuncio presidencial. Y es cierto. Se sabe que si el anuncio de Duque se hizo en presencia del Alto Comisionado fue por la coincidencia de esa visita dos veces postergada; no porque el “paquete” se hubiera armado previamente con ACNUR o porque el alto funcionario llegaba con un “pan bajo el brazo”.

Hacer todo eso en un plazo breve y sin importantes recursos internacionales a la vista es complejo. Este anuncio ocurre en un contexto de aguda polarización política y social interna dentro del cual esta medida da una positiva señal de vertebración de la sociedad y de actuar proactivo del Estado. Que no haya sido materia de cuestionamiento por ningún sector de opinión relevante es señal de que será política de Estado más allá de la culminación del actual Gobierno el próximo año. Algo indispensable dado el tiempo y recursos que requiere llevar a cabo una política de este tipo.

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