La morbosa pasión de Bolsonaro por la pólvora
Pretender que Brasil pueda llegar a ser el país más armado del mundo es una aberración en una nación martirizada con más de 40.000 homicidios al año
Si algo caracteriza la idiosincrasia de Bolsonaro es su pasión por las armas, por todo lo que huele a pólvora. El presidente de Brasil admite que el tiro al blanco es uno de sus deportes favoritos, y su ansia por armar hasta los dientes a los brasileños revela seguramente un problema psiquiátrico que no sé si tiene nombre científico. Decir que “el pueblo está vibrando de felicidad” por poder poseer tantas armas demuestra su obsesión morbosa por la violencia.
Los comentarios al reportaje de Carla Jiménez y Regiane Oliveira en EL PAÍS sobre los nuevos decretos del presidente que amplia de cuatro a seis el número de armas que puede poseer legalmente un ciudadano y hasta 60 para los cazadores, han sido muy significativos: “Menos armas y más empleo”, “menos armas y más educación”, “menos armas y más vacunas”. Otros han llegado a la hipótesis de que la prisa de Bolsonaro para armar a los ciudadanos podría significar que el presidente desea crear su propia milicia que lo defienda en caso de que pierda las elecciones y, al no querer apartarse del poder, el país se vea envuelto en un clima violento.
Es una hipótesis posible, pero creo que la pasión desbordada por las armas y por todo lo que huele a pólvora podría hacer parte de una personalidad fijada en la muerte y destrucción, de negacionismo y de manía de persecución. Y hasta de miedo. El mismo Bolsonaro ha confesado que duerme con un arma al lado de su cama, como si en su residencia presidencial no tuviera seguridad suficiente para defenderlo. Ese amor por las armas y la violencia podría explicar su frialdad ante las muertes de la pandemia. No sabemos como son los sueños de Bolsonaro fuera de que duerme muy poco porque sufre de insomnio, pero seguramente estarán poblados de armas y muerte.
Esa pasión desbordada por disparar armas de fuego hizo que en su viaje oficial a Israel pidiera hacer una exhibición de tiro al blanco. Y esa pasión por las armas es patente viendo sus fotografías, en las que disfruta imitar con las manos el gesto de disparar. Tres fotos son particularmente elocuentes y aterradoras a este respecto: la de él y sus tres hijos políticos imitando disparar un fusil y sonriendo hasta las orejas. Otra del presidente en el hospital, tras la operación a la que se sometió por el atentado durante la campaña electoral. La foto lo presenta aún recuperándose, imitando con sus manos el disparo de un fusil. Y la más estremecedora quizás es la que lo muestra con una niña de cinco años en sus brazos mientras le enseña a hacer el gesto de disparar un revolver con sus manitas inocentes.
Pretender que Brasil pueda llegar a ser el país más armado del mundo con hasta 600 armas por cada 100 habitantes es una aberración en una nación ya martirizada con más de 40.000 homicidios al año. No porque sea un país violento, sino porque sufre una carencia crónica de seguridad por parte de un Estado incapaz de defenderlo.
Tener hasta seis armas es posible solo para los que puedan permitirse ese lujo. Mientras, quedarán más expuestos a la violencia los de siempre, que suelen ser los negros, los jóvenes y las mujeres pobres, así como los habitantes de los suburbios que cada día viven escenas de muerte y de terror por parte de los policías y el narcotráfico.
Pero quizás lo más grave de esta locura del presidente sea el silencio de las instituciones del Estado frente a los nuevos decretos. ¿Van a quedarse de manos cruzadas el Supremo Tribunal Federal, el Congreso y el Senado? ¿No van a parar esos instintos de muerte y violencia de un presidente que puede contribuir a aumentar aún más el río de sangre inocente que recorre por las calles del país?
Hay silencios que pueden acabar siendo mortales. Y el silencio, cuando no la complicidad de las instituciones del Estado con los instintos de muerte del presidente, podría acabar en una tragedia nacional.
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