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COLUMNA
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¿Qué significa cuidar a un hijo en una pandemia?

El sufrimiento de los niños en la emergencia de la covid-19 debería llevar a los padres a responder la pregunta más importante para la próxima generación y a tomar medidas

Eliane Brum
Un niño confinado en su casa en Bosnia y Herzegovina enseña un dibujo por la ventana, en abril de 2020.
Un niño confinado en su casa en Bosnia y Herzegovina enseña un dibujo por la ventana, en abril de 2020.DADO RUVIC (Reuters)

El niño es hijo único y tiene 8 años. Ya en las primeras semanas de la pandemia, eligió como compañeros a dos animales de peluche. Cuando jugaba videojuegos, ponía uno de los muñecos a su lado, con un mando en el regazo, como si estuvieran jugando juntos. Sus amigos compartían con él las actividades del día. El niño se imaginaba a otros niños para enfrentarse a la atroz falta de amigos. Una madre me cuenta, por pantalla, que su bebé nació durante la pandemia y que pronto cumplirá un año sin haber visto a otro niño. Comienza a caminar y a balbucear algunos intentos de palabras, sin haber encontrado o tocado nunca a otro bebé. ¿Qué efecto tendrá esto en su vida? ¿Y si la pandemia dura un año más?, se pregunta, sin la esperanza de obtener respuesta. Otra niña pregunta: “Mamá, ¿me das un niño?”.

La pandemia ha forjado una realidad de niños sin niños. Todavía no conocemos del todo los efectos que esta experiencia radical puede tener en quienes se estrenan en la vida. Tampoco sabemos cuándo se superará esta rutina diaria, ya que hay muchas variables: desde el tiempo para completar la vacunación hasta el impacto de las nuevas cepas que ya han empezado a circular. Negar la emergencia sociosanitaria, como hacen algunos, es la peor opción posible. La forma en que los adultos de su vida se enfrenten a esta pandemia será un ejemplo que marcará profundamente la formación de cada niño, porque todos los desafíos y las elecciones éticas fundamentales de una vida humana se encuentran en este acontecimiento. Puede que falten niños para jugar, pero no debe faltar ética para educar.

La “falta” de niños con los que convivir es una realidad en una pandemia. Es duro, pero hay que afrontarlo. La falta de ética a la hora de elegir cómo afrontar la crisis puede ser más complicada y tener efectos más prolongados. Los niños observan lo que hacen sus padres con aún más atención, porque ellos también sienten la emergencia en sus huesos. Las lecciones del ahora serán para toda la vida.

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¿Qué significa cuidar de una hija o un hijo en una pandemia? O ¿qué significa cuidar de la próxima generación en una emergencia mundial de salud pública, ya que todos somos “padres” de quienes asumirán la responsabilidad de este mundo en las próximas décadas? Esta pregunta se aplica a todos los adultos de cualquier país del mundo, pero en Brasil adquiere contornos mucho más dramáticos.

Dónde estamos metidos

El primer paso es entender qué nos espera. La amplia difusión de la idea de que estamos viviendo algo sorprendente e inesperado, que nos habría tomado a todos por sorpresa, es falsa. Las pandemias no son nada nuevo para Gobiernos e instituciones. Si lo son, es por incompetencia e irresponsabilidad. Y también por esa plaga del cortoplacismo, que es elegir gobernar con medidas de visibilidad inmediata, porque tienen más impacto para las ambiciones del gobernante de cara a las próximas elecciones que una planificación a largo plazo, cuyos beneficios van más allá de su mandato porque buscan el bien común.

Quienes siguen el tema de la salud pública y las comunicaciones de la Organización Mundial de la Salud saben que se preveía que surgiera otra pandemia. De la misma forma que las pandemias serán más frecuentes, debido a la emergencia climática (causa y efecto de la destrucción de los hábitats de las especies) y a la amplia circulación de personas y bienes en un mundo globalizado. Son lo que el microbiólogo francés Philippe Sansonetti, del Collége de France, denomina enfermedades del Antropoceno: “enfermedades que están relacionadas principalmente, si no exclusivamente, al hecho de que los seres humanos se han apoderado del planeta y al impacto que están causando en la Tierra”.

Existen protocolos para hacer frente a las pandemias, preparados muchos años antes del primer caso de coronavirus en Wuhan. Las directrices para enfrentarse a un virus se crearon principalmente a partir 2003, con la aparición del SARS (síndrome respiratorio agudo grave). Incluso el Banco Mundial lleva años ofreciendo una línea de crédito para los países que enfrenten pandemias. En 2017, por ejemplo, lanzó bonos especializados para financiar el Mecanismo de Financiamiento de Emergencia para Casos de Pandemia (MFEP), creado para ayudar a los países en desarrollo que se enfrentan al riesgo de una pandemia.

Quizás los sorprendidos sean los ciudadanos, que no han recibido toda la información que deberían o se han negado a creerla, como sucede con la emergencia climática, de la que los líderes indígenas llevan décadas advirtiendo y los científicos también. Pero los Gobiernos no deberían estar sorprendidos. Y, si lo están, hay que entender por qué y determinar responsabilidades.

También es importante entender que la gestión pública de la pandemia está siendo muy desigual. El Instituto Lowy, un centro australiano de investigaciones y debates, publicó a finales de enero un estudio en el que analizaba los datos y resultados de 98 países. El estudio mostró que Brasil tiene la puntuación más baja en la gestión de la pandemia (4,3) y Nueva Zelanda tiene la más alta (94,4). Es razonable suponer que un niño brasileño sufrirá un impacto mucho mayor con la pandemia que un niño neozelandés o un niño de un país en que el Gobierno ha utilizado los conocimientos científicos y especializados disponibles para afrontar la emergencia sociosanitaria.

Encabezar el ranking de la mala gestión pública de la pandemia, como es el caso de Brasil, tiene consecuencias evidentes. La peor se expone diariamente en las tumbas abiertas para albergar a los muertos: actualmente, más de mil al día, y más de 230.000 en total. Aunque Brasil es el segundo en número de muertos, esta tragedia es la realidad de varios países, y está íntimamente relacionada con la incompetencia a la hora de enfrentarse a la covid-19. La mala gestión es aún más evidente en países como Brasil e Inglaterra, que tienen sistemas de salud pública que, a pesar de haber sido desmantelados por Gobiernos neoliberales, siguen siendo un ejemplo para el mundo. En Brasil, la salud pública no solo ha sido desmantelada, sino que también la ha atacado el virus de la subinversión crónica desde que nació.

A diferencia de otros países que evidentemente han gestionado mal la crisis sociosanitaria, Brasil se ha convertido en un caso único, que entrará en los libros de historia sobre la pandemia del covid-19. El Gobierno de Bolsonaro no se ha ganado el título de peor gestor por incompetencia, sino por haber puesto en práctica una “estrategia institucional de propagación de virus”. A partir del análisis de 3.049 normas federales, un estudio de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo y de la ONG Conectas Derechos Humanos, divulgado la semana pasada por EL PAÍS, demostró la acción deliberada del Gobierno para propagar el virus, con el objetivo de acelerar el contagio de la población para reanudar las actividades económicas.

Un grupo de entidades religiosas, entre las que se encuentran la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil y la Fundación Luterana de la Diaconía, presentaron la semana pasada al Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos una denuncia basada en ese estudio. En la Corte Penal Internacional hay al menos tres comunicaciones por genocidio y otros crímenes de lesa humanidad relacionados con la covid-19 cometidos por Bolsonaro y otros miembros del Gobierno. Deben de llegar otras, haciendo que el hashtag #BolsonaroEmHaia sea cada vez más fuerte.

Al menos una solicitud más de impeachment, la de los profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de São Paulo, la más prestigiosa del país, se ha basado en el estudio para sumarse esta semana a las más de 60 que ya han aterrizado en el Congreso. Como es sabido, Bolsonaro “compró” la elección de los presidentes de la Cámara de los Diputados y del Senado, estratégicos para decidir la apertura de un juicio político. Según el periódico Estado de S. Paulo, el presidente que fue elegido por mentir que estaba “en contra de la corrupción” benefició a 285 diputados con 550 millones de dólares de dinero extra a cambio de votos. Dinero público, es importante recordarlo.

La “fiesta de la victoria” de Arthur Lira, el nuevo presidente de la Cámara, denunciado dos veces por corrupción pasiva y organización criminal, reunió a 300 personas en el mismo espacio físico, cuando más de mil familias al día lloran a sus muertos. ¿Cómo nombrar el acto de un diputado, elegido presidente de la Cámara gracias al intercambio de dinero público por votos, intercambio realizado por el presidente de la República para evitar un juicio político, para conmemorar el desprecio de esta victoria reuniendo a 300 personas en un mismo espacio, la lujosa mansión de un empresario denunciado por fraude, cuando Brasil sumaba casi 230.000 muertos por un virus que se transmite por proximidad física?

Al tener que lidiar con un Gobierno que, demostrablemente, se niega a ofrecer pruebas y vacunas en 2020 y que, en 2021, aún no ha conseguido garantizar un calendario de vacunación fiable, la sociedad y las instituciones tienen poca energía y recursos para debatir y afrontar las consecuencias de la pandemia. Cuando se sigue la línea de tiempo de los actos de Bolsonaro para propagar el virus y las reacciones del Poder Judicial, el Legislativo y la sociedad ante estos actos, queda claro que casi todos los esfuerzos en Brasil se han invertido en bloquear o neutralizar el boicot sistemático del Gobierno a la gestión de la pandemia.

Gran parte de la energía de la sociedad y de las instituciones se emplea en reducir el daño infligido por los actos de Bolsonaro y sus ministros contra la salud pública. Esto significa que Bolsonaro se ha convertido en un virus que no solo ayuda a propagar el transmisor de la covid-19, sino que también chupa toda la capacidad de lucha del sistema inmunológico de la sociedad. No se puede luchar contra dos virus a la vez. La respuesta para neutralizar el virus Bolsonaro es obvia y está prevista en la Constitución.

¿Qué hace un adulto en esta situación?

La situación es esta. Y nosotros, los adultos, tenemos que ocuparnos de ella para cuidar de las generaciones futuras.

Cuando se comprueba que el presidente de la República es el principal propagador del virus, es necesario que todas las personas se posicionen y luchen para impedir lo que algunos de los más respetables juristas de Brasil han definido como crímenes de lesa humanidad. Votar es solo una pequeña parte de los deberes de un ciudadano en una democracia. Inhibirse ante una política de exterminio que ya ha enterrado a más de 230.000 brasileños, siendo consciente de que una parte de esas muertes podría haberse evitado si se hubieran tomado las medidas adecuadas de prevención, es la peor lección que se le puede dar a un niño. Es enseñar que, ante una amenaza, debemos dejarnos matar.

Los hijos mayores ya se enfrentan a su padre, a su madre o a ambos: ¿qué vas a hacer? En el caso de algunos adolescentes, esta pregunta se interpreta como un desafío y en tono de afrenta. Pero, si se presta un poco más de atención, se puede escuchar el miedo. Lo que está entre líneas es: ¿cómo vas a cuidar de mí?

A diferencia de muchos países, sobre todo en Europa, en Brasil nunca se ha hecho un confinamiento. Confinar significa cerrar de verdad, no fingir, como hacen la mayoría de los estados y municipios del país, al someterse a la presión de empresarios y comerciantes que no entienden nada de salud pública. Posiblemente, tampoco entienden de economía, ya que hay varios estudios serios, hechos por gente seria, que demuestran que lo mejor para la economía es controlar la pandemia.

Si los Gobiernos, que son los que tienen la autoridad y responsabilidad de aplicar las políticas de salud pública, prefieren someterse a quienes financian sus campañas políticas en lugar de cumplir con su obligación constitucional de defender a toda la población, hay que pensar mejor en quién votar en las próximas elecciones. Mientras tanto, los adultos responsables toman todas las medidas preventivas necesarias a las que tienen acceso: aislamiento e higiene y, si se ven obligados a salir, mascarilla y distancia.

Si un padre no es capaz de mostrar a su hijo o hija, con palabras, pero sobre todo con el ejemplo, que su elección individual debe hacerse no en función de sus propios intereses, comodidades o privilegios, sino en interés de la colectividad y, especialmente, de los más frágiles, ¿qué clase de padre o madre o qué clase de persona eres?

Quienes que no pueden aislarse, porque están sometidos a la voluntad de los empresarios o porque trabajan en servicios esenciales, deben presionar a sus sindicatos y otros representes, si los hay, para que se unan a la parte de la sociedad que lucha por medidas efectivas contra la covid-19. Y todos deberían luchar para que los más pobres —la mayoría negros, que son también proporcionalmente los que más mueren por covid-19, la mayoría en la informalidad— reciban subsidios de emergencia.

Según el economista Daniel Duque, investigador del Instituto Brasileño de Economía de la Fundación Getúlio Vargas (FGV), el fin del pago del subsidio de emergencia podría condenar a entre el 10% y el 15% de la población brasileña a vivir en la extrema pobreza, duplicando el número de personas miserables en el país. Esto significa que entre 21 y 31 millones de personas pueden estar pasando hambre. Las campañas para alimentar a los hambrientos de todo el país ya han comenzado, promovidas por la sociedad civil organizada en esta nueva ola de covid-19.

Los que individualmente menos necesitan ayuda son los que tienen más obligación de luchar por el colectivo.

Abrir o cerrar las escuelas, esa es la falsa cuestión

Si la premisa del debate sobre las escuelas en una pandemia es una oposición entre la salud y la educación, o entre la sociedad y los profesores, o entre la prevención de la pandemia y la prevención de la salud mental de los niños, el debate ya empieza muy, pero que muy torcido y no puede terminar en nada bueno. Lamentablemente, es lo que ocurre.

La frase “no podemos continuar otro año con las escuelas cerradas” está mal planteada. Las elecciones que se toman con relación a la salud pública, como las de la vida, no son solo una cuestión de voluntad, sino de responsabilidad y estrategia. Lo que no podemos hacer es seguir un año más con un presidente que propaga el virus, lo que no podemos hacer es seguir un año más con una de las policías que más mata en el mundo, lo que no podemos hacer es seguir un año más con criminales que destruyen impunemente la Amazonia. Son situaciones que ha creado la sociedad que la están matando, y que la sociedad puede y debe cambiarlas.

La pandemia exige diferentes estrategias para que se pueda controlar y, mientras tanto, que mate lo menos posible. Podemos y debemos reducir su impacto con medidas para prevenir la enfermedad y garantizar la vacunación, al igual que debemos encontrar mecanismos para proteger a los más pobres y no se mueran de hambre. Sin embargo, parte de estas medidas de salud pública pueden depender de que los edificios escolares permanezcan cerrados. La cuestión es que edificios cerrados no deberían significar escuelas cerradas. Cuando lo significan es porque no se comprende qué es una escuela.

La experiencia de la pandemia ha mostrado algo a la sociedad y a los adultos. Como han dicho investigadores sobre la infancia, como la psicoanalista Ilana Katz, doctora por la Facultad de Educación de la Universidad de São Paulo, fueron los niños quienes señalaron lo esencial que es la escuela. “El debate tuvo que ir más allá de la simplificación del ‘abrir y cerrar la escuela’, desprovista de sus consecuencias territoriales, para considerar seriamente la función que ejerce la escuela”, dice Katz. “Fue necesario dimensionar su lugar social y la importancia de su tarea como agente de la cultura y la vida con todos los demás. Esto se expresó en forma de ausencia y nostalgia en la vida cotidiana de los niños y sus familias y puso de manifiesto dónde, cómo y para qué se necesita una escuela. Como consecuencia, presentó la posibilidad de ampliar la comprensión de la función de la escuela, su centralidad en el vínculo social y su condición de servicio esencial”.

En cierto modo, con la escuela pública ocurre lo mismo que ocurrió con el sistema público de sanidad. La sociedad lo consideraba inútil hasta que la pandemia demostró que, aunque se ha desmantelado terriblemente en los últimos años, la sanidad pública es un recurso precioso. Si no fuera por el sistema público de salud, Brasil se encontraría en una situación aún más dramática. En cuanto a la escuela pública, pocos se preocupaban más allá del discurso sin acción. Profesores que cobran poco, escuelas que no tienen infraestructura, edificios están en mal estado, algunos de los peores índices de aprendizaje del mundo, niños que se pasan años en la escuela sin saber leer ni escribir, índices alarmantes de abandono y esta “normalidad” continuaba.

En los años anteriores al Gobierno de Bolsonaro, la educación fue atacada por el programa ideológico que se autodenominó Escuela Sin Partido —aunque demostró ser una escuela con el peor partido—, sufrió bullying por ser supuestamente un “antro de izquierdópatas”, los profesores fueron perseguidos y humillados por activistas de extrema derecha y sus milicias digitales. Para colmo, el Gobierno de Bolsonaro encontró —a propósito— la peor secuencia de nulidades para poner al frente del Ministerio de Educación, solo equiparable al actual ministro de Sanidad, el general en activo Eduardo Pazuello.

A la vez, el Gobierno intenta retroceder unos cuantos siglos de avance de la civilización y transformar a la familia en un todo que no necesita a la sociedad, defendiendo tonterías como la educación en casa, porque la familia ya sería suficiente. No cualquier familia, por supuesto, sino la “correcta”, la de “un hombre y una mujer”, preferiblemente el primero vestido de azul y la segunda de rosa. “Todo por la familia, todo hecho en casa, todo protegido. Protegido del mundo, del otro, de la alteridad”, comenta Katz.

Y entonces la pandemia dejó a los niños y adolescentes en casa y, bueno, lo obvio resultó obvio para (casi) todos: no se puede educar solo ni entre cuatro paredes. Y una obviedad más: es muy difícil ser profesor. Nunca tantos padres agotados se dieron cuenta de lo poco que cobran los profesores y del poco apoyo que reciben para hacer su trabajo. Debido al peor acontecimiento, algunos pilares de la democracia por fin han quedado claros para (casi) todos: la sanidad y la escuela son esenciales.

La cuestión es qué se hace con lo que se descubre. Una parte importante del debate sobre la escuela no es sobre la escuela, sino sobre dónde los padres dejarán a sus hijos para poder trabajar o, en algunos casos, para tener paz. También es una pregunta válida, pero no es la principal. “La escuela no existe para resolver un problema de los adultos, existe para permitir que los niños se eduquen en un espacio de diversidad de experiencias, y luego puedan convertirse en personas responsables de su comunidad y capaces de desarrollar su potencial para crear y conservar lo común”, dice Katz.

Así que la cuestión de abrir o no los edificios, que son solo una parte de lo que debe ser una escuela, es una fracción de esta conversación. Si la escuela es esencial, ya es hora de tratarla realmente como tal. Y aquí no hablamos solo de los edificios, sino de toda la comunidad escolar, empezando por los profesores y empleados. Si la escuela es esencial, hay que tratarla como tal, y no —otra vez— reorganizar el desorden. En una pandemia, tratar la escuela como esencial es determinar que es un servicio esencial y, por lo tanto, los profesores y los empleados deben estar al inicio de la cola de vacunación. Y sin medidas prácticas, cualquier discurso es pura demagogia. O peor, es elegir que los cuerpos de los otros sean los sacrificados. Siempre los de los otros, claro.

Hay que preguntarse de forma más profunda, comprometida y honesta de lo que se ha hecho: ¿abrir las escuelas para qué? ¿Para que se sigan desmantelando, descuidando, degradando? ¿Obligar a los profesores y a los empleados a trabajar en una pandemia, haciendo solo lo mínimo (o como mucho lo mínimo) para protegerlos, de la misma manera que los obligan a dar clases sin una estructura para enseñar? Este momento es terrible, pero también es un momento de posibilidades. Tanto en lo que se refiere al destino que la sociedad dará al descubrimiento de que la sanidad pública es algo precioso, que necesita ser reforzada urgentemente, como al destino que dará al descubrimiento de que la escuela es esencial, mucho más de lo que se percibía antes en la vida cotidiana.

Entre tanto material de calidad producido sobre este tema, reproduzco aquí un fragmento del Manifiesto Ocupar Escuelas, Proteger Personas, Recrear la Educación, firmado por varias organizaciones vinculadas a la educación y a la sanidad:

“La pandemia ha desunido el sistema educativo y la discusión sobre su reorganización se mantiene en el dilema de volver o no a las clases presenciales. Un problema complejo, con varios niveles, dimensiones e interfaces, se ha simplificado como si se tratara de una simple elección dual: abrir las escuelas o seguir con las actividades suspendidas. Peor aún, la supuesta dicotomía de escuela pública o privada, a menudo utilizada para sostener la devaluación de lo público estatal, es falaz incluso si tocamos exclusivamente el tema de las infraestructuras. Hay que construir caminos para superar el negacionismo y los falsos dilemas en el ámbito de la Educación.

Hay que cuestionar desde ya el término ‘regreso’. No se puede regresar en la vida, hay que seguir y rehacer, reinventar, recrear. Las experiencias de este periodo pueden dar lugar a aprendizajes, la vida en la pandemia se compone de acontecimientos que deben incorporarse a los currículos que se construyen en la escuela, aunque ahora en espacios virtuales. No se trata de cumplir con los planes de estudio ni recuperar ‘saberes escolares’, sino de convertir el proceso vivido durante la pandemia en una oportunidad para intercambiar saberes y experiencias, momentos de fortalecimiento de vínculos personales y sociales. Momentos de resistencia creativa y solidaridad con las comunidades escolares.

En este aspecto, se necesitan políticas de inclusión digital específicas para los estudiantes que lo necesiten, con la provisión de equipos y acceso a Internet para las actividades educativas. Reabrir y ocupar los espacios institucionales de la educación implica, finalmente, cuestionar si, como sociedad, estamos satisfechos/as con el modelo de escuela que hemos concebido, construido y reproducido, o si, por el contrario, merece la pena luchar por revisar qué es la escuela y, por tanto, recrear la educación”.

Uno de los puntos que plantea el manifiesto me parece crucial para encaminar el debate: realmente no se puede regresar. Si la escuela, que está formada por personas vivas y diversas, se reabre en los parámetros de antes de la pandemia, como mero depósito de los hijos de los más pobres, para que los padres puedan realizar sus trabajos precarios y ahora también se arriesgan contagiarse; o bien como mercancía, negocio, instrumento de reproducción de privilegios, en el caso de las escuelas privadas de élite, se perderá otra oportunidad histórica.

Ante la tragedia, una vez más habremos elegido lo peor como sociedad. Si se invierte en la escuela, con recursos y tiempo de todos los implicados, y se convierte en una prioridad real, abrirá, aunque los edificios estén cerrados (o vuelvan a cerrar) hasta que los profesionales de la educación se vacunen y las autoridades sociosanitarias se convenzan de que es seguro abrirlos.

Una niña enseña un dibujo en Indonesia, en abril de 2020.
Una niña enseña un dibujo en Indonesia, en abril de 2020.WILLY KURNIAWAN (Reuters)

¿Qué pueden enseñar los niños a los adultos?

El niño que abre este texto ha convertido a los peluches en niños imaginarios. Cuando se dieron cuenta de su fabulación, sus padres buscaron a otros padres del colegio para tener reuniones periódicas a través de las pantallas del juego Minecraft. Al juntarse, ¿qué construyeron los niños? Una escuela. Le pusieron el mismo nombre que la suya. Un día decidieron jugar también con monstruos. Sin embargo, antes de eso, aseguraron de fortificar la escuela para que pudiera sobrevivir al ataque.

Esta escena no solo expresa amor, sino cuidado. Los niños confinados se reúnen para cuidar la escuela como pueden. Y, cuidando de la escuela, se cuidan unos a otros, porque están juntos, a pesar de su aislamiento físico.

Esta hermosa y simbólica historia la contó la psicoanalista Luciana Pires. Especialista en psicoanálisis con niños y adolescentes por la Clínica Tavistock de Londres y doctora por el Instituto de Psicología de la Universidad de São Paulo, ha reflexionado sobre los juegos de la cuarentena. Instigada por las construcciones que sus pacientes han producido durante el aislamiento (y por lo mucho que ha aprendido de ellos), Luciana Pires y el Departamento de Psicoanálisis con Niños del Instituto Sedes Sapientae han hecho un llamamiento a familias, escuelas y profesionales de la salud para que relaten lo que ella llama “jugario”.

Los niños han inventado mundos y se han inventado a sí mismos en el mundo en esta pandemia. “En el camino de la fantasía de movimientos, ya que estamos privados de ellos, un niño de cinco años se pasó días hablando y dibujando sobre el movimiento del agua en las tuberías de su casa y hasta que llega a la calle. Y, jugando a cumplir sus deseos, otro niño construyó un control remoto de un dron con el que viaja a todos los sitios que desea”, dice la psicoanalista. Otro niño, de seis años, se pasó los primeros días de cuarentena construyendo y jugando al Arca de Noé. Soñaba con salvar a todos del “diluvio” que se presentaba, ahora llamado covid-19.

Lo más revelador es un fenómeno que une a niños de muy distintas partes del planeta: están creando casas dentro de casa. Tiendas y cabañas de todo tipo, con los materiales disponibles, desde sábanas a trozos de tela, desde cajas a restos de madera, debajo de las mesas, en la esquina de los sofás, en la esquina del pasillo, en lugares posibles y también imposibles, chicas y chicos nunca han construido tanto como en esta pandemia. Un chico se inventó una cabaña en el centro del salón y, desde allí, hacía pedidos a domicilio. Pronto sintió la necesidad de ampliar la casa y construyó otra habitación, ampliando su mundo dentro del mundo.

¿Qué hacen los niños ahí dentro? “Nuestras casas ya no son las mismas y, definitivamente, han adquirido nuevos contornos y sentidos. Entonces, hay que repensar las casas y volver a representarlas a partir de los juegos”, dice la psicoanalista. “Estas cabañas también permiten crear un ‘fuera de casa’, un campo exterior. Delimitan un espacio desde dentro, dejando el resto fuera. Porque no solo nos hemos encerrado, sino que empezamos a hacer dentro de casa lo que hacíamos fuera: vamos al colegio, trabajamos, tenemos citas médicas, etc. Tal vez las cabañas quieran recrear la intimidad de los hogares en medio de la casa invadida. Ahora que la casa se ha convertido en el mundo, el niño debe tener una casa en el mundo”.

Como en la fábula del niño que señalaba que el rey estaba desnudo, también han sido los niños quienes, en esta pandemia, han señalado que lo que los adultos llamaban “normal” era muy precario. En un mundo que prioriza al individuo, nunca se ha echado tanto de menos la red. De repente, la precariedad de las relaciones y de la vida cotidiana se reveló en todas sus ausencias. Como dice un refrán africano, para educar a un niño se necesita una aldea entera. No basta la familia, se necesita la escuela. No basta la escuela, se necesita la comunidad. Solo se hace gente con gente.

También han sido los niños los que han señalado que no sería posible reorganizar el mundo dentro de casa como si algo de la dimensión de un evento pandémico no requiriera lidiar con las pérdidas y recrear el mundo. Con sus posibilidades, juntando sobras y retazos que van encontrando, reuniendo muñecos, los niños fueron los primeros en poner de su parte, inventando un mundo dentro de casa que se convirtió en un mundo para poder vivir con un dentro y un fuera. Ahora tenemos que escucharlos, aprender de ellos y crear un mundo en el que puedan vivir. Porque, como dice una adolescente llamada Greta Thunberg, “nuestra casa está en llamas”. Desde el interior de sus cabañas fortificadas, lo que los niños nos preguntan es: y ahora, ¿qué vais a hacer?

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.

Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza.

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