Cuando el virus nos encerró en casa, las pantallas nos dejaron sin casa
La cultura del teletrabajo, los directos y las reuniones virtuales han echado abajo nuestra puerta
Termino el 2020, el año que anuncia que ha llegado la era de las pandemias, con extraños síntomas. La idea de hacer otro directo, otra reunión por Jitsi, Zoom o Google, o incluso por WhatsApp, me da náuseas. Escribir, como lo hago ahora, mientras las noticias y los mensajes surgen en una esquina de la pantalla, me marea y agota. Los amigos me piden happy hours de Año Nuevo. Me encantaría. Pero no puedo. Sabemos que la exposición excesiva a las pantallas cansa y puede causar trastornos e incluso enfermedades. Sin embargo, la experiencia actual va mucho más allá. El teletrabajo, los directos y las reuniones virtuales han cambiado el concepto de casa. O quizás han provocado algo aún más radical, al desahuciarnos no solo de casa, sino también de la posibilidad de hacer de nuestra casa una casa.
La mayoría de los que tuvieron la oportunidad de permanecer entre cuatro paredes durante la mayor parte del año para protegerse del virus viven, como yo, una experiencia sin precedentes en la trayectoria humana: la de estar 24 horas en casa y, a la vez, no tener casa. La pandemia nos ha traído la paradoja de descubrir que somos sintechos bajo techo. Más que sintechos, hemos descubierto que somos simpuertas. Sin una puerta, no existe la llave del entendimiento.
Sí, aquellos que tienen la oportunidad de teletrabajar, que significa trabajar desde casa, son privilegiados en un planeta acorralado por el virus. Pensar en la desigualdad en la era de las pandemias es pensar en quién puede desempeñar sus funciones profesionales “a distancia” y quién no. La mayoría de los que no pueden trabajar a distancia son las mismas personas que tienen más probabilidades de constar en las peores estadísticas: los más pobres, los negros, las mujeres.
Afirmar que la pandemia expone y agrava la desigualdad social, racial y de género es una obviedad que varios estudios han demostrado a lo largo de 2020. La iniquidad abismal de Brasil —y, en menor medida, de la mayoría de los países del planeta— impone como privilegio lo que es un derecho básico: poder protegerse de una amenaza. Es así, como privilegiada, que discurro aquí sobre la experiencia de descubrirnos sin casa, una experiencia que no es solo subjetiva. A pesar de las paredes de concreto que nos rodean, sentirse sin casa es una experiencia muy concreta.
¿Qué es una casa?
Esta pregunta entró en mi vida como periodista cuando la hidroeléctrica Belo Monte se impuso al río Xingú y a sus pueblos. Para los ribereños, expulsados de las islas y de la margen del río para que se construyera la central, casa era una idea concretizada a partir de la experiencia de vivir en la selva y ser selva. Para los directores de Norte Energia SA, la empresa concesionaria de la central, y otras empresas subcontratadas, así como para los abogados que consumaban las “negociaciones” en las que nunca se negoció nada, porque todo se impuso, casa era algo cuya referencia era la experiencia de vivir en ciudades del centro-sur de Brasil.
Como quien tenía —y tiene— el poder era la empresa, el valor de la indemnización y de otras compensaciones se determinó sin tener en cuenta la experiencia cultural y objetiva de quien vivía un concepto ampliado de lo que es una casa, un concepto arquitectónico diferente de lo que es una casa, otro tipo de material con el que se puede crear una casa. Los tecnócratas aplastaron esa experiencia completamente diferente de lo que era una casa. No solo por ignorancia, sino porque, al tener el poder de determinar que lo que era una casa no lo era, o que lo que era una casa no era una buena casa, el valor monetario de la indemnización y las compensaciones fueron mucho menores o, en algunos casos, inexistentes.
Presenciar esa violencia implantó definitivamente en mi cabeza la cuestión de qué es una casa, y la he expandido a otros territorios objetivos y, especialmente, subjetivos. Como periodista, he escrito reportajes sobre un hombre que se hizo una casa dentro de un gran árbol, en plena área urbana de Porto Alegre. He hablado sobre una familia que construyó una casa bajo un viaducto, convirtiendo la vida cotidiana en una experiencia donde cabía preparar el desayuno, arreglar y llevar a los hijos a la escuela todos los días para asegurarse de que tuvieran una educación formal. He sido testigo de lo que se convirtió en uno de los reportajes más impactantes de mi vida, en el que un grupo de niños de la calle crearon su casa en las alcantarillas de la ciudad. Se autodenominaban Tortugas Ninja, como en la película que se estrenaba entonces en los cines.
También tuve varias experiencias de casa con diferentes pueblos indígenas. Algunas colectivas, como la de los yanomamis; otras de unidades familiares, aunque también hay diferentes entendimientos sobre cuál es la red de relaciones que constituye lo que cada etnia llama familia. Las humanidades son variadas y experimentan diferentes formas de tejer relaciones con la naturaleza. O, en el caso de la minoría blanca y dominante —la que llama civilización a su experiencia y erróneamente la considera universal o incluso superior—, de romper con la naturaleza.
Caminando por los muchos Brasiles en busca de historias que contar, he visto a la gente inventarse todo tipo de casas, incluso invisibles, cuando es necesario fantasear con paredes en las esquinas concurridas de ciudades gigantes como São Paulo, para establecer un límite simbólico entre la familia y el mundo siempre amenazante para quienes tienen poco más que su propio cuerpo. Y, por supuesto, también he entrado en mansiones y palacios. Parte del encanto de ser periodista es la posibilidad de tener acceso a lugares a los que nunca tendríamos en otras profesiones.
A pesar de la diversidad de experiencias, estas muchas construcciones de lo que es una casa tienen algo en común, algo que va más allá de las diferencias de tamaño, material, arquitectura, contexto y geografía. Es la idea de casa como lugar donde cada uno hace su propio espacio, el lugar que cada uno reserva para sí mismo o para su familia o para el grupo. Es la idea de casa como refugio. Es la idea de casa como protección contra la lluvia y el sol excesivo, contra animales que pueden querer convertirnos en cena, contra quienes no conocemos y por lo tanto no sabemos si quieren hacernos daño o no. Es la idea de casa como espacio de abrigo y descanso, como un mundo dentro del mundo donde hacemos lo más importante, como alimentarnos, reproducirnos y amarnos.
Si la casa se convierte en oficina, deja de ser casa
Cuando nuestra casa deja de representar ese conjunto de significados, no importa qué forma tenga, se produce una perturbación. Bien porque el agresor vive ahí, ya sea el padre, un padrastro o un tío que abusa, ya sea un marido o compañero violento. Y entonces la casa ya no garantiza seguridad, protección y abrigo. O bien porque la casa ha sido asaltada y saqueada, o porque algo violentamente disruptivo ha sucedido en el interior y la casa ahora guarda un recuerdo con el que nos resulta difícil lidiar. Entonces la casa ya no puede ser un refugio. La casa se descasa, porque, solos o acompañados, de cualquier manera estamos casados, en el sentido de que hemos formado una casa. Y formar una casa es necesario.
Estar descasado, en el sentido de estar sin casa, es lo que les sucede a los que, desde marzo, han estado trabajando desde casa y su casa se ha convertido también en la oficina. Pero la experiencia cotidiana ha demostrado que, si la casa se convierte en oficina, deja de ser casa.
Cuando el trabajo invade nuestra casa 24 horas al día, 7 días a la semana, perdemos la casa. Y, con ella, el refugio, el descanso, el remanso. Y también el espacio de intimidad que los de afuera solo alcanzarían si quisiéramos abrirles la puerta. Principalmente hemos perdido la puerta. Y una casa sin puerta no es una casa. Aunque esta puerta sea invisible, como en el caso de los sintechos, la barrera que la imaginación concretiza cumple su papel simbólico de hacer de borde, de poner un límite. En el modo pandémico, ocurre lo contrario. Aunque materialmente haya una puerta de madera o incluso de hierro, gruesa y llena de cerraduras complicadas, precedida por la puerta del edificio y también la puerta de la verja, como hoy en día vive parte de la clase media urbana, aun así no hay ninguna puerta, porque no hay ningún límite a lo que invade la casa a través de las pantallas —todas las pantallas— desde el interior.
Estas muchas puertas y cerraduras que se han multiplicado para, supuestamente, mantenernos a salvo solo son capaces de poner algún límite a los asaltantes clásicos. Sin embargo, hoy existe otro tipo de asaltante, que puede robarnos algo mucho más importante, incluso irreemplazable y frecuentemente irrecuperable, que los bienes materiales. La invasión contemporánea es la que nos roba el tiempo y secuestra el espacio donde se viven los afectos, la intimidad, los placeres y las subjetividades. Tiempo en el sentido que definió el gran pensador brasileño Antônio Cândido (1918-2017), tiempo como el tejido de nuestras vidas, como todo lo que tenemos, como algo que no se puede monetizar. Este asalto, a medio y largo plazo, puede causar muchos más estragos al cuerpo-mente que lo que convencionalmente llamamos asalto.
La tecnología y, de una manera totalmente trastornadora y veloz, Internet ya nos habían sacado de casa cuando estábamos dentro. Quizás el primer ataque fue el teléfono, pero recuerdo que no era cortés llamar a casa de la gente por la noche después de cierta, generalmente temprano, y por la mañana antes de cierta hora, ni tampoco a la hora de la comida, que solía hacerse a la misma hora en todas las casas. Y un jefe nunca llamaría a casa de un subordinado durante un fin de semana o un día festivo si no fuera, literalmente, un caso de vida o muerte. Incluso en el periodismo, solo nos molestaba en nuestro día libre si literalmente se caía un avión u ocurría una masacre en algún lugar que exigiera viajar inmediatamente. Y, aun así, empezaba disculpándose por perturbar nuestra intimidad e interrumpir nuestro descanso.
Internet cambió muy rápidamente las convenciones sociales, antes de que la mayoría pudiera ni siquiera entenderla y antes de que incluso sus creadores pudieran comprender su impacto. Internet, como casi todo, se hizo y se hace viviéndola. De la misma forma que la gente cree que puede escribir en las redes sociales lo primero que se les pasa por la cabeza, sin filtros ni frenos, también se ha convertido en algo habitual enviar mensajes de WhatsApp a cualquier momento o por cualquier motivo o sin ningún motivo, solo porque se supone que el otro está a tu disposición o, a menudo, es tu saco de boxeo. Nadie enviaría diez cartas a alguien el mismo día, pero casi todos creen que es perfectamente “normal” enviar mensajes y memes y vídeos y enlaces en una mañana, confundiendo el poder con el deber.
Estamos precisamente en una época en que, desde los ciudadanos hasta los gobernantes, todos creen que, porque pueden, deben. O, más probablemente, se ha eliminado el cuestionamiento sobre si se debe o no hacer o decir algo, y, por lo tanto, el único verbo que se ejerce es “poder”. La época de Internet, que es la época de la velocidad, ha eliminado para muchos la etapa obligatoria de reflexión. Todos estamos pagando un precio muy alto por este cambio brusco y aún infradimensionado que ha encogido o incluso eliminado el tiempo dedicado a la ponderación antes de la acción o la reacción. Su impacto es la corrosión de todas las relaciones, empezando por los gobernantes, que comenzaron a comunicarse a través de las redes sociales, conectados directamente con sus votantes, en algunos casos con sus fieles, pero desconectados del acto de responsabilidad que es gobernar.
Todo se complica infinitamente más cuando el mundo del trabajo nos invade la casa. Con la comunicación fácil e inmediata que permite la tecnología, los límites que antes estaban determinados por la jornada laboral ahora se superan o incluso se ignoran. La precarización de las condiciones de trabajo, el desdibujamiento de las fronteras entre la vida privada y la profesional, la voracidad del tiempo y, con ella, la corrosión de la vida, ya se habían convertido en cuestiones cruciales de nuestra época.
Con el teletrabajo, las condiciones se han vuelto aún más precarias. La vida se ha trastornado con más rapidez que con la aparición de Internet. Aunque era veloz, Internet fue al menos progresivamente veloz. El teletrabajo se impuso literalmente de la noche a la mañana, determinado por las necesidades de la cuarentena o el confinamiento. Y, para muchos, con el teletrabajo de la compañera o del compañero y también con los niños sin escuela.
A los niños, a su vez, se les pidió que comprendieran lo incomprensible: que la casa había dejado de ser casa para convertirse en el lugar de trabajo donde los padres son todavía menos accesibles y, por todas las razones, tienen menos paciencia y disponibilidad. Los padres están totalmente presentes y, a la vez, casi totalmente ausentes. Están casi completamente en otro lugar, aunque estén completamente dentro de casa. Los impactos de esta experiencia en los niños de todas las edades están siendo muy mal dimensionados. Es muy difícil que las familias se ocupen de algo que los padres ni siquiera entienden y con lo que también sufren mucho. Los padres también sienten que carecen de las herramientas para lidiar con la casa trastornada por la pandemia.
Síntomas de “descasamiento”
Siguiendo mi propia experiencia, así como la de amigos y conocidos, me di cuenta de que, al principio, quedarse en casa fue muy interesante. La coartada perfecta para quienes ya no podían soportar viajar y correr de un lado a otro, de un mundo a otro. Para quienes viven en grandes ciudades, desplazarse al trabajo suele tardar, ser estresante y costoso. Así que la gente creyó que, a bote pronto, tendría al menos una hora más para sí misma. Muchos ilusos creyeron que podrían leer todos los libros apilados en la mesilla y que finalmente se pondrían al día con las películas y series. Trabajar en pijama o chándal también sonaba cómodo. Estar en casa todavía ofrecía la ventaja de tener lejos a los compañeros de trabajo pesados y a los jefes abusivos.
Mucha gente decía que no volvería a la oficina o al consultorio o a lo que fuera porque se demostró que es posible y mejor trabajar desde casa. Sobre todo, varias empresas empezaron a echar la cuenta de cuánto podrían ahorrar cuando cada empleado se convirtiera en una isla definitivamente. Muchas de estas compañías, incluso, no estaban dispuestas a pagar los costes de esta isla, que es, al fin y al cabo, la casa de la persona. Sostenían que cada individuo debía pagar sus facturas de la luz, internet, etc., aunque los costes hayan aumentado por las necesidades de uso profesional.
Y entonces empezó el imperio del Gran Hermano, y la rutina empezó a dictarla el angustiante, a veces enloquecedor, sonido de los mensajes que llegaban por WhatsApp o de los correos electrónicos que hacían cola en la pantalla. Claro, se puede “silenciar” el sonido de los mensajes, pero ¿quién va a silenciar al jefe, al proveedor, a fulanito que tiene que decir cuándo es la fecha de entrega, a menganito que enviará información importante, a zutanito que necesita documentos? Las horas fueron invadidas como nunca antes. ¿Cómo puede uno silenciar o apagar el móvil al acostarse si sus seres queridos están solos en medio de una pandemia y pueden necesitar ayuda en cualquier momento?
Si antes era imposible organizar un gran número de reuniones al día porque había el tiempo del desplazamiento, ahora la gente está en casa. Se ha podido triplicar el número de encuentros (o desencuentros), a veces sin saber cuándo van a terminar. Los directos y las reuniones en línea, que han permitido que el mundo se conectara para trazar estrategias para hacer frente a la pandemia, para hacer colectas solidarias o simplemente para hablar, se volvieron demasiado fáciles y, por ende, demasiado excesivos. Todos quieren tener reuniones en línea y hacer directos por cualquier motivo. Todo se convierte inmediatamente en una actuación. Las horas que se creían libres al eliminar el tiempo del desplazamiento de casa al trabajo fueron absorbidas... por el trabajo. Y se añadieron otras que no estaban allí. La excusa social de “no estaré en casa” o “he salido un momento” desapareció. Ahora todos saben dónde está cada uno. En casa.
Esa fue la secuencia alucinante de eventos que echaron abajo la puerta de casa. Sin puerta, la casa dejó de tener paredes y, sin paredes, ya no tenía sentido ninguna estructura. Nos convertimos en simpuertas y con demasiadas ventanas, pero una especie de ventanas invertidas, desde las que no se contempla el exterior, sino que somos observados en el interior. Reproducimos la experiencia lacerante de los animales confinados en zoológicos, criados en cautiverio.
La tecnología que nos ha unido, esencial para enfrentar esta pandemia, también nos ha esclavizado. No importa dónde estemos, las pantallas nos acompañan. En el bolsillo, en el bolso, en la mano, en la muñeca. Los más sensibles lo sintieron primero y sufrieron más. Una amiga empezó a no ver lo que estaba en la pantalla. Mejor dicho, podía verlo, pero muy borroso. No le encontraron ninguna enfermedad. Los relatos solían señalar síntomas que hacían imposible seguir frente a la pantalla. Hay personas que sufren migrañas y que nunca las habían tenido. Gente que se enorgullecía de dormir como un tronco que empezó a tener insomnio o el sueño ligero. Yo misma empecé marearme delante de la pantalla, pero eran mareos selectivos. Las reuniones de trabajo y los encuentros con mucha gente me dan náuseas, incluso cuando adoro a todos los que están en la pantalla.
Me siento como un cuerpo que ya no puede soportar tanta exposición. Mi capacidad subjetiva aún no ha encontrado la forma de crear paredes y puertas en mi mente, de hacer un refugio donde no lo hay, de convertirme en la casa que he perdido. Todo y todos entran en casa, a la hora que quieren, por la pantalla del ordenador, del móvil, de la tableta. Información que no pedí, vídeos que no me preparé para ver, comentarios que preferiría no oír. Personas desconocidas están de repente en mi sala de estar o incluso en mi cama. Y ya no es tan fácil apagar todas estas pantallas porque el trabajo depende de ellas, la información que realmente necesito depende de ellas, la certeza del bienestar de las personas que amo y que están pasando la cuarentena solas depende de ellas, la vida social depende de ellas. Nunca he socializado tanto como en esta pandemia y no soy exactamente alguien a quien le guste hablar todo el rato. Echo de menos estar realmente sola, estar realmente en silencio, tomarme realmente mi tiempo y hacerlo a mi ritmo.
Una puerta para importar lo que importa
Estos sentimientos y síntomas, sin embargo, son solo la aleta que se ve en la superficie. Debajo, hay un tiburón entero. Obsesionados con planificar el regreso de algo que llaman “normalidad”, nos olvidamos de mirar la profundidad de la transformación que están experimentando nuestras vidas. Somos el resultado, como especie, de un largo proceso de evolución y adaptación, por lo menos dos millones de años desde el Homo Erectus. Pero, como humanos contemporáneos, nuestra existencia ha sufrido una transformación brutal con Internet y, en 2020, con la primera pandemia en la época de las pantallas.
Nuestro cuerpo no procesa un cambio tan monumental en tan poco tiempo. Desde que apareció el coronavirus, la principal preocupación de los diversos sectores de la sociedad es el coste financiero de la pandemia. Es urgente que se hable mucho más de los costes psicológicos, de los niños que solo conocen las paredes y tienen miedo de otros niños porque han aprendido que son amenazas, de los ancianos confinados en soledad, de los adultos sometidos a una presión y un nivel de convivencia sin precedentes. Este coste es alto y las secuelas pueden durar toda una vida.
Tratamos la pandemia como una anomalía, pero la anomalía real es el mundo que hemos creado dentro del mundo. O mejor: el mundo que la minoría dominante de los humanos ha creado dentro del mundo, sometiendo a todos los demás, subyugando a la mayoría. El coste de este mundo amenaza nuestra existencia en el planeta, lo que llamamos crisis climática. La pandemia es una consecuencia de la corrosión de la vida que ha causado el capitalismo neoliberal, que ha destruido el hábitat de otras especies, y que ha causado un modo de producción en el que las mercancías circulan amplia y velozmente por todo el mundo, del mismo modo que muchos de nosotros circulamos a bordo de aviones altamente contaminantes.
La segunda ola de covid-19 mostró que la anomalía produce anomalía. Nuestra forma de vida es insostenible, lo que les hemos hecho a las otras especies ahora puede matarnos. Es una fantasía peligrosa creer que es posible volver a la anomalía que llamamos normalidad y seguir con nuestra la vida como si cada acto no tuviera consecuencias en cadena.
En 2020, hemos perdido definitivamente la casa. Que, además de no tener puerta, se ha convertido en una prisión, la peor clase de prisión, la que han creado nuestros actos. ¿Y qué es una prisión sino un lugar donde estamos confinados pero no tenemos privacidad, donde se accede a nosotros en cualquier momento, donde se controla y se vigila cada gesto, donde las visitas están reguladas y no puede haber contacto físico? ¿Qué es una prisión sino un lugar donde no podemos escoger lo que puede o no puede entrar? ¿Qué es sino un lugar donde estamos a merced de todas las otras fuerzas?
Afuera, en las calles, hay tres tipos de experiencias. La de aquellos a quienes se les ha arrancado el derecho fundamental a protegerse, porque su trabajo no puede hacerse desde casa y los empleadores y el Estado no les dan ayudas. La de aquellos que hacen servicios esenciales, como los profesionales de la salud. Y la de la mayoría de las personas, que podrían hacer cuarentena pero no la hacen, porque no les importa la vida de los otros y, de esta forma, contribuyen decisivamente a aumentar el contagio y el número de víctimas. Este grupo numeroso de imbéciles es cínico hasta el punto de agitar la bandera de la libertad, un concepto que corrompen convirtiéndolo en libertad para matar.
Para enfrentar la pandemia hay que enfrentar la emergencia climática y estancar la extinción de especies. Para enfrentar la emergencia climática y estancar la extinción de especies tendremos que crear muy rápidamente una vida realmente sostenible. Para crear una vida realmente sostenible tenemos que convertirnos en otro tipo de personas.
Dada la magnitud del desafío, podemos empezar organizando la casa. Para organizar la casa tenemos que recuperar la casa, la que es un refugio. Y luego dejar de destruir la casa común, que es el planeta. No es casualidad que en el momento en que nos enfrentamos a las consecuencias de la destrucción de nuestra casa común también nos enfrentemos a la experiencia subjetiva de perder la posibilidad de hacer de nuestra casa una casa. Es el mismo nudo. Para deshacerlo, tenemos que recuperar la puerta y, con ella, la posibilidad de volver a importar —poner puertas adentro, dejar entrar— solo lo que realmente importa. La puerta de casa es la única salida.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.
Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.
Traducción de Meritxell Almarza
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