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Columna
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Nervios en el Kremlin

Joe Biden, exactamente al revés que Donald Trump, cuidará a los amigos, exigirá a los socios y apretará las tuercas a los enemigos

Lluís Bassets
El presidente de EE UU, Joe Biden, en la puerta del Air Force One.
El presidente de EE UU, Joe Biden, en la puerta del Air Force One.MANDEL NGAN (AFP)

Hay nervios entre los mayores beneficiarios de los cuatro años de disparate trumpista. Joe Biden viene de una larga experiencia internacional, como presidente del poderoso comité de Exteriores del Senado y vicepresidente de Obama. Están muy claros sus propósitos en política mundial: no va a predicar tan solo con el ejemplo de la fuerza sino sobre todo con la fuerza del ejemplo. Aunque no descarte el método que condujo a las guerras de Irak y Afganistán con George W. Bush o la de Libia con Obama, prefiere vencer con la bandera pacífica de los valores democráticos y de las instituciones multilaterales.

La primera institución que ha visitado esta semana ha sido el departamento de Estado, la todopoderosa organización de la diplomacia y principal instrumento del soft power, el poder blando. Trump se estrenó con la visita a la CIA y el Pentágono, los brazos del hard power, el poder duro. Biden ha querido subrayar en cambio que Estados Unidos regresa a la escena internacional y a la diplomacia, con vocación de recuperar las responsabilidades que le corresponden por su envergadura, su historia y sus compromisos y alianzas.

A diferencia de Trump, cuidará a los amigos, exigirá a los socios y apretará las tuercas a los enemigos. Su primer discurso presidencial sobre política exterior entra en detalles: suspensión de la retirada de tropas estadounidenses de Alemania decidida por Trump, abiertamente insultante para Merkel; punto final a la guerra de Yemen, librada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, con armas, supervisión y auxilio de Trump; y apoyo sin fisuras a Alexéi Navalni, en su valiente desafío democrático a la cleptocracia autoritaria de Putin y de sus amigos trumpistas.

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Hay nervios en Riad y en Abu Dabi, pero más los hay en el Kremlin. Todos merecen similares reproches por sus desmanes, los bombardeos sobre civiles en Yemen, el asesinato de periodistas como Anna Politovskaia y Jamal Khashoggi o los envenenamientos como los sufridos por Litvinenko, Skripal y el propio Navalni, además del sinfín de presos políticos. Es un mal chiste la denuncia de un doble rasero por parte del ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, y nadie lo sabe tan bien como Navalni, al igual que lo saben los presos catalanes, de tan distinta envergadura política y sometidos a incomparables condiciones judiciales y carcelarias. En el Kremlin no temen tanto los reproches europeos como la dimensión del líder alzado frente a Putin, que no cesa de crecer dentro de su mazmorra.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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