Cuentacuentos
La especie humana se ha pasado la vida, desde tiempos inmemoriales, contando sus ahorros o contando cuentos


Fui a hacer unas gestiones al banco y, mientras me atendían, vi cómo funcionaba, al fondo del establecimiento, una de esas máquinas de contar dinero. No podía dejar de mirarla ni de escuchar el suave runrún del papel al desplazarse. Ya en casa, miré por curiosidad si las tenían en Amazon y las encontré de todos los precios y tamaños. Su aspecto era el de los electrodomésticos más inocentes del hogar. Algunas se parecían a los robots de cocina de última generación. Me sorprendió tal cantidad de oferta, pues implicaba la existencia de una demanda inverosímil.
Cuando Corinna Larsen aseguró que Juan Carlos I guardaba una en el palacio de la Zarzuela, pensé en ella como en un fetiche, quizá como en un objeto mágico de los cuentos de hadas y de príncipes. Me vinieron a la memoria varios personajes de esas historias a los que imaginé calculando su fortuna con la ayuda de una tecnología del futuro. La especie humana se ha pasado la vida, desde tiempos inmemoriales, contando sus ahorros o contando cuentos.
La ventaja del invento cuentabilletes reside en su capacidad para ejecutar a la vez los dos significados del verbo “contar”. Comprendí entonces por qué me había fascinado tanto su contemplación: porque al tiempo de informar de las cantidades de dinero que introduces en sus entrañas, la máquina, con su zumbido hipnótico, narra la historia del Homo sapiens desde la invención de las primeras grafías encargadas de representar el haber de los granos de trigo, o el debe de las gallinas de corral, hasta las ingenierías financieras actuales. Supuse que, si la ponía a trabajar en vacío, sin billetes, se convertiría en una eficaz cronista de la historia de la pobreza extrema y del capitalismo exagerado. A lo mejor me compro una.
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