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Columna
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Radicalismo moderado

Biden ha llegado al poder desde la necesidad imperiosa de tener los pies sobre la tierra y siendo absolutamente escrupuloso con el ajuste de las palabras a la realidad

Máriam Martínez-Bascuñán
Col Máriam 24/1
DEL HAMBRE

Estos días, fue difícil no recordar aquella declaración de Trump en su toma de posesión: “Hoy, transferimos el poder de Washington DC para devolvéroslo a vosotros, el pueblo”. Seguramente, ninguna de sus frases merecería tanto figurar entre las más genuinas proclamaciones populistas de todos los tiempos. Cuatro años después, Joe Biden respondía: “La democracia ha ganado”. La disputa del pueblo contra la democracia, como la llamó Yascha Mounk, condensa como ninguna otra la naturaleza de un tiempo en el que “el pueblo” ha sido la expresión dominante, instrumentalizada por el populismo para referirse a mí y a los míos; frente a la democracia, la palabra verdaderamente inclusiva, que evoca lo que es de todos.

Lo inusual es que la idea de democracia enunciada por Biden no reflejaba un sueño futuro. El discurso impactó por su realismo frente al pronunciado por Obama en 2009. Ciertamente, a Obama le sobraban las palabras: él mismo encarnaba un sueño. Pero Biden ha llegado al poder desde la necesidad imperiosa de tener los pies sobre la tierra y haciendo algo más importante: siendo absolutamente escrupuloso con el ajuste de las palabras a la realidad. Una palabra desajustada es una mentira, y por eso Biden habló por primera vez en la historia de las investiduras de supremacismo blanco y terrorismo doméstico, refiriéndose a las hordas que tomaron el Capitolio, mientras aquí las definimos simpáticamente como “la revolución de los selfis”. El moderado Biden no temió usar un lenguaje radical para describir el extremismo de aquellos días, demostrando que sabe identificar y verbalizar las amenazas que vive su país.

Es una lección importante cuando reivindicar las formas en el debate público parece un cliché que ha terminado por silenciar la radicalidad de los fondos. Ser razonable no es poner paños calientes con un lenguaje que oculta lo que ocurre: decir la verdad es ajustar las palabras a los hechos. El episodio del Capitolio es un fragmento más de la historia de EE UU, decía Timothy Snyder, el de unos supremacistas blancos que tomaron la sede de la soberanía popular para dejar claro “quien merece estar representado”. Que Biden se atreviera a nombrar el problema indica que algo ha cambiado en las élites demócratas. También que lo hiciera justo después de señalar que será el presidente de todos porque cuidará la democracia. Al hablar de supremacismo blanco, abandonaba cualquier falsa equidistancia. La democracia no se divide entre los supremacistas blancos y los que no lo son: la reivindicación de Biden de la unidad contiene una idea de la democracia como agente erradicador del racismo, y el paso imprescindible para sanarla es reconocer que el problema existe, y que la unidad solo será posible cuando se extirpe. Ese fue el mensaje radical del moderado Biden.

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