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Tribuna
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Trumpismo

Ninguna democracia frágil está vacunada contra el virus del expresidente de Estados Unidos

Antonio Elorza
Donald Trump y Melania Trump se despiden de la presidencia desde la escalinata del helicóptero Marine One.
Donald Trump y Melania Trump se despiden de la presidencia desde la escalinata del helicóptero Marine One.CARLOS BARRIA (Reuters)

El vocabulario político es muy rígido, tiende a admitir nuevos componentes con cuentagotas y, como resultado, a agrupar los significados de conceptos clave hasta constituir auténticos cajones de sastre, susceptibles de convertirse en viveros para la descalificación. Es lo que ha sucedido históricamente con el fascismo, o los fascismos, que de un lado siguen siendo objeto de un intenso debate teórico, y de otro son de uso común para satanizar al rival político. En nuestro país es añadida a estos efectos la etiqueta de facha, contrapunto de la de comunista para toda forma de izquierda radical. Así según Podemos y los “progresistas” en general, los del PP, como los de Vox, son fachas, y a la inversa tendríamos ahora en España un gobierno socialcomunista. La aportación analítica es en ambos casos nula. Sirven como indicadores de una peligrosa tensión política.

Con toda probabilidad, la reciente aportación de Donald Trump al repertorio de las formas antidemocráticas cumplirá ese papel de ladrillo arrojadizo contra el adversario. Ha aparecido ya el calificativo de “trumpista” aplicado al PP y en la valoración de los acontecimientos de Washington nuestra derecha trae a la memoria la consigna de Pablo Iglesias en 2016 de “rodear al Congreso” para asimilar ese llamamiento antidemocrático a lo practicado por Trump. No es inútil, pues, abrir una discusión.

La entrada en escena del “trumpismo” puede situarse en el punto de encuentro de la evolución histórica norteamericana y del capitalismo desregulado que motivó la crisis de 2008, y ha sobrevivido a la misma. Thomas Piketty ha apuntado al hilo rojo que enlaza el estallido de agresividad wasp del 6 de enero con la supervivencia a largo plazo de mentalidad e intereses esclavistas, después de la derrota militar en la guerra de Secesión. Al modo gattopardiano, todo cambió con la abolición, pero los caballeros de Lo que el viento se llevó rehicieron su hegemonía, eliminando el voto de los exesclavos. Luego la mantuvieron a pesar de los cambios logrados desde los años 1960. Solo ahora llega un senador negro en Georgia, y al sentirse política y demográficamente amenazados se incrementó su exasperación.

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Panzudo, y con Melania en lugar de Escarlata como hembra de lujo, Trump es el último heredero de Rhett Butler. De especulador tramposo a gran especulador fraudulento, con la ayuda inestimable de innovaciones técnicas, como el tuit, para traducir el poder económico en político, acudiendo a la mentira permanente. Faltaba solo que en una década de crisis, una creciente inseguridad golpease a las capas populares blancas, para que Trump, como antes Hitler, encontrase el Ejército de maniobra, las masas manipuladas en lugar de ciudadanos, para su autogolpe de asalto a la democracia.

¿Fascismo? La respuesta es positiva, si aceptamos la propuesta de Umberto Eco sobre el “fascismo eterno”, consolidado a partir de sus primeras expresiones en Italia y Alemania. Eco no cree que derrotados, los fascismos hayan desaparecido: “Pueden regresar en cualquier momento bajo una apariencia inofensiva, por lo que nuestro deber consiste en desenmascararlo y poner de manifiesto cada uno de sus nuevos aspectos”. Símbolos y mitos pueden variar, la grandeza de la URSS y de “América” o de los imperios otomano y chino, en Trump como en Putin, en Xi Jinping o en Erdogan, pero siempre buscan la coartada de la “humillación”, desde la paz de Versalles al colonialismo occidental o a la “América” profanada. Lo cual legitima el recurso a la violencia. Por encima de la diversidad de formas, cuenta el amplio denominador común: la supresión de la democracia y de los derechos humanos, del pluralismo, pasando de la expresión libre al monopolio de la comunicación por el poder, y al citado ejercicio de la mentira sistemática, favoreciendo la concentración de dicho poder en un líder carismático que exhibe un nacionalismo exacerbado, construido a partir de la designación de un enemigo.

El cambio histórico registrado en las últimas décadas, explica también la fragilidad de la democracia, una vez quebrada la expectativa de su generalización tras hundirse “el socialismo real”. Los supuestos económicos han fallado uno tras otro, y a las formas de integración del ciudadano aparentemente consolidadas, ha sustituido la inseguridad de la sociedad líquida descrita por Baumann. Nada queda del espejismo de una sociedad industrial progresiva, que incorporaría a los países en “vías de desarrollo”, a modo de los aviones que antes o después despegan de un aeropuerto abierto a todos. El hambre en el mundo se saciaría con los recursos inagotables del mar y al “trabajador opulento” (affluent worker) solo le amenazaba la alienación propia de la sociedad de consumo de masas. ¿Supervivencia del planeta? Asegurada.

Nada queda del sueño. Vista desde este ángulo, la experiencia de Trump es el resultado de ese deterioro, y por consiguiente del papel hegemónico desempeñado por su “América”, convirtiéndose además en agente de su autodestrucción. En la nueva globalización, China ha dejado de ser un “país emergente” para convertirse en aspirante decidido a ejercer la hegemonía en todos los ámbitos, con rasgos poco atractivos. Lo que ofrece es el Estado orwelliano de vigilancia universal hacia su interior, y una proyección imperialista que de modo consciente no excluye el recurso a la guerra para afirmar sus aspiraciones (Taiwan en primer plano). En su estela, los imperialismos de Putin y de Erdogan ya no solo anuncian la guerra, sino que la practican resueltamente, por ahora a escala limitada. Joe Biden y la Unión Europea tienen por delante una difícil tarea.

Volviendo al trumpismo, entendido como forma de destrucción de la democracia desde el poder, fallida por el momento, cabe recordar que como Putin y Erdogan, Trump recurrió al viejo expediente de eliminar los obstáculos a la reelección, premisa para aplastar a toda fuerza opositora.

Este sería el rasgo más preocupante, entre nosotros, de la visible orientación de Pedro Sánchez a fijar como objetivo prioritario su instalación como poder a largo plazo, viendo en las siguientes elecciones un trampolín para desarrollar el supuesto programa de renovación económica. Con un partido, el PSOE, sin debate interno y reducido a instrumento fiel de sus decisiones, el reiterado uso de la mentira se hace inevitable. Pudimos constatarlo con el avance de la pandemia. En la vertiente opuesta, el neofranquista Vox reproduce el rasgo definitorio de la extrema derecha en los años 30: su vía ilegal de subida al poder no iría por la movilización de masas, sino por el apoyo al malestar de sectores del Ejército ante el tratamiento del independentismo catalán por el Gobierno. PP: reacción clásica.

En fin, por mucho que localice su “progresismo” en las antípodas del trumpismo, son las ideas y la práctica política desarrolladas por Pablo Iglesias, enfrentando las masas a la representación parlamentaria y a los medios, lo que más puede acercarnos a una deriva trumpista. En la misma dirección operan su visión de la política como “disputa” violenta, la condena demagógica de todo aquel opuesto a UP, y en particular la sustitución del argumento por el tuit de descalificación, dirigido contra los periodistas, incluso a título personal, en cuanto “órganos de las cloacas”. ¿Resultado? Un envilecimiento peligroso del debate político, compensado solo cuando Trabajo plantea sus iniciativas de gobierno. El riesgo es que la grave crisis abra esta caja de Pandora. Ninguna democracia frágil está vacunada contra el virus de Trump.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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