Trump en Las Tullerías
“El pueblo soberano es el mayor legado de la Revolución. Pero el gentío es un animal feroz al que hay que alimentar, manipular, dominar”, decía Fouché
Desde Las Tullerías, Joseph Fouché señala a lo lejos la plaza de la Revolución (hoy plaza de la Concordia) y le dice a François Vidocq: “La guillotina estaba ahí. Todo el mundo debería ver una ejecución pública alguna vez en su vida. Las masas gritando, injuriando, insultando y reclamando las cabezas. Las cabezas y los zapatos de María Antonieta, esa era su obsesión. Ejecutan a una reina y piensan en sus pies”. El diálogo se produce en la película El emperador de París. Fouché, interpretado por Fabrice Luchini, le da a Vidocq (Vincent Cassel) una rápida lección política, no en vano no hay genio más vigente que el suyo: mandase quien mandase, en una época en la que las cabezas de los franceses acababan en cestas de mimbre, él cosía cestas.
“Es un error grave confundir el pueblo con el gentío”, dice. “El pueblo soberano es el mayor legado de la Revolución. Pero el gentío es un animal feroz al que hay que alimentar, manipular, dominar. He visto decenas de cabezas rodar hacia el suelo desde esta terraza. Monárquicos, orleanistas, jacobinos, girondinos. Daba igual: los gritos del público siempre eran los mismos. Nadie reclamaba el indulto”. Quien era capaz de ver una ejecución en tal clave política que podía decir “esto es peor que un crimen; es un error”, sabía también a esas alturas que por encima del simbólico pueblo (“Luis XVI y Robespierre no fueron guillotinados por quienes eran, sino por lo que representaban”) se alzaba algo más palpitante, tangible y real: el gentío. La muchedumbre a la que hay que agitar primero y luego domar para saber dónde dirigirla, casi siempre al lugar incorrecto con el objetivo más deshonesto.
En la biografía que Zweig escribió sobre él -Fouché, el genio tenebroso (Acantilado)-, el escritor apuraba su figura hasta plantarle, en su interior o alrededor de él, descripciones de lo que pasaba entonces fuera y sigue pasando ahora, a poco que uno siga leyendo los periódicos. Por ejemplo, que las guerras nacen siempre a causa de juegos con palabras peligrosas y la sobreexcitación de las pasiones nacionales; o que no hay vicio ni brutalidad en la tierra que hayan vertido tanta sangre como la cobardía humana. Los llamados linchamientos digitales, uno de los avances materiales más importantes de este siglo (los deseos siguen siendo los mismos, pero ya en metáfora, y hemos aprendido a conformarnos con el retuit), son un buen laboratorio de pruebas; unos llaman a otros hasta formar una masa indistinguible en la que es sospechoso el que no participa, y cuando el objeto de odio es liquidado se produce el mismo silencio que Zweig relata en María Antonieta, cuando tras el griterío de 10.000 personas pidiendo la cabeza, la cabeza cae al cesto, el público se retira callado y unos pájaros se posan sobre la madera de la guillotina.
“Cada vez que en una noche electoral oigo a un candidato decir que el pueblo ha hablado”, escribió el catedrático Pablo Salvador Coderch, “entiendo al instante que me está diciendo que él ha ganado”. El pueblo es de quien lo nombra, pero el gentío es de quien sabe tratar con él. Y aun así la democracia lo desborda, cuando no reacciona directamente como antibiótico. El último ejemplo fue el ocurrido en el Capitolio, cuando muchos consideraron el fin de algo para Estados Unidos un capítulo que bien puede considerarse un alivio. Si después de cuatro años del presidente interpelando al gentío y 74 millones de votos apoyándolo, toda la chusma que pudo reunir fueron esas decenas, y algunos sin saber ponerse una camiseta, podría decirse que Estados Unidos ha superado una prueba de fuego sin demasiados rasguños en su sistema, al menos hasta ahora. Otra cosa es lo que sea ese sistema.
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