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Columna
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Esparta y Atenas

¿Qué papel juegan las generaciones en nuestra incapacidad para entendernos? ¿Puede afirmarse que existe un conflicto generacional entre la de la Transición y las posteriores?

Fernando Vallespín
Unos jóvenes charlan en el centro de Madrid.
Unos jóvenes charlan en el centro de Madrid.Jaime Villanueva

¿Qué papel juegan las generaciones en nuestra incapacidad para entendernos? ¿Puede afirmarse que existe un conflicto generacional entre la de la Transición y las posteriores? Parto de la siguiente intuición: la primera de ellas, la de la Transición, no acaba de entender el cambio social y político producido en España; las posteriores no comprenden a aquella, no acaban de ver por qué se aferran de esa manera al consenso originario que dio vida a nuestro actual orden político. A la primera le da vértigo, le produce incluso un rechazo primario, el cambio de una sola coma en la narración de la epopeya posfranquista y sus resultados; la segunda quiere reescribirlos.

Hasta aquí nada que no supiéramos: cada nueva generación crea una tensión entre continuidad e innovación, entre lo heredado y la expectativa de cambio. No hace falta haber estudiado la teoría de las generaciones de Ortega para saber que toda vivencia generacional es conformadora de identidad, pero que esta no se obtiene sin una cierta ruptura con la anterior. La de la Transición, nuestros baby boomers, fue una quiebra drástica, no dejó títere con cabeza del mundo que había heredado. Pero no hay que olvidar que esa España era pobre y autoritaria. Toda su infancia y adolescencia la pasó en Esparta, en una sociedad de la escasez, la disciplina y la cutrería. Poco a poco, sin embargo, fue accediendo a la libertad y la abundancia, el ascenso social fue meteórico. Sin apenas percibirlo acabó encontrándose en Atenas. La siguiente, nuestros millennials, vivió esa misma experiencia “ateniense” a lo largo de su infancia y adolescencia, pero al llegar a la vida adulta se encontró de golpe con que, salvo para los hijos de los pudientes, su destino era vivir en, sí, una nueva ¡Esparta!

Por eso mismo es la “generación de la crisis”. O, después de la pandemia, de las crisis, en plural. En este mismo periódico se hizo hace poco un adecuado retrato de esos jóvenes a los que se había hurtado el futuro. ¿Cómo no entender que se resistan a aceptar lo existente como lo único posible; que se rebelen frente al paternalista discurso de que ya les fue entregado el orden perfecto e inalterable? Es algo que, además, no encaja con su propia experiencia vital, producto de su anterior educación ateniense, el atreverse a pensar por sí mismos, a experimentar nuevas formas de vivir lo político. ¿O acaso queríamos crear hijos que fueran perfectos clones de sus padres?

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Sus inquietudes y temores no solo son razonables, son casi obligados cuando se les cercenan todas las salidas y cuando el poder acceder a las oportunidades de sus padres se les presenta como una utopía. Pero lo que no entienden de ellos es que si estos presentan ese orden como inamovible es porque es de una fragilidad extrema y por eso hay que ir cambiándolo con tino y pragmatismo, no a golpe de visceralidad o conveniencias puntuales. Con prudencia, que diría Aristóteles, el ateniense por antonomasia, aunque fuera macedonio. Aun así, hay que atreverse a hacerlo. E incorporando el diálogo y la justicia intergeneracional como una de sus guías. No hay presente sin futuro, y este no podrá conseguirse si lo atamos firmemente al pasado o lo abrimos en exceso a la incertidumbre.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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