Entre la escoria y la gloria
La percepción de inseguridad pelea con las cifras que dicen que los atracos y homicidios disminuyen, pero no nos sentimos seguros
Quería escoger para esta columna la resiliencia, pero no me es posible. No comparto esa tendencia a ponerle nombres nuevos a algo tan natural al ser humano como es la búsqueda por sobrevivir, sobre todo para quienes no son acomodados. Prefiero si acaso resignificar y al mismo tiempo denunciar porque después de nueve meses de pandemia estamos aún estamos entre la escoria y la gloria.
Ya no estamos en la primera ola de la pandemia, tampoco en la segunda, y ya no importa. El virus viene y va en forma de rebrote sin control, pero aún más importante que eso, es el milagro de la ciencia superando sus propios tiempos con ya dos vacunas con aprobación de emergencia: Pfizer y Moderna.
Muchos han sido los aprendizajes, especialmente el que nos hace pensar en nuestra vulnerabilidad y nos vuelve solidarios. Voy a empezar por las cosas buenas que nos queda y dejaré para el final el fango.
Buenas. Me refiero a las empresas que tuvieron que darles a sus empleados lo que antes les negaban y ahora son derechos que no podrán quitarles nunca más. Los empresarios que sirvieron de ejemplo a otros para que mantuvieran los puestos de trabajo. Las horas en traslados ahorrados en vías atestadas, disminuyendo los tiempos y mejorando la calidad de vida de quienes esperaban por horas un bus o un metro para llegar a casa, las calles con menos vehículos contaminantes porque en la medida de lo posible y dependiendo de la formalización, el teletrabajo llegó para quedarse.
Las elecciones estadounidenses que las ganó la esperanza que resurge con Joe Biden ante el rey de los matones que sin pandemia quizá habría resultado electo.
La institucionalidad que se vio forzada a trabajar en conjunto. Volvimos a reconocer la necesidad de procesos colectivos. El trabajo de los ministerios de educación y de las TIC para recoger y compartir por igual las buenas prácticas de las mejores universidades colombianas y cómo hoy la del Magdalena lleva la educación a la Sierra Nevada de Santa Marta donde miembros de la comunidad indígena tienen la posibilidad real de educarse. La pandemia sí que abrió los ojos a la necesidad de una educación más igualitaria, a métodos de enseñanza modernos, a revalidar la igualdad y estabilidad emocional que ofrece a los jóvenes un campus, a hablar de salud mental como una enfermedad más y no como un estigma.
Pero a poco de terminarse este 2020, se vienen para Colombia los dos últimos años de Gobierno de Iván Duque, escaso año y medio, y electoral. Las calles ya no se llenan de marchantes reclamando como antes de la pandemia, la minga descansa en sus resguardos, la naturaleza termina por llevarse lo que queda de la desidia estatal en Providencia que ya le había casi que, regalado a Nicaragua en un litigio de vergüenza, y quienes apoyaron la paz ahora se rasgan las vestiduras como lo hizo recientemente el general Jorge Enrique Mora.
Los políticos en Colombia, al menos medio centenar están ahora convertidos en candidatos presidenciales, proponiendo referendos que nunca verán la luz, cambiando de partidos políticos sobre los que la ciudadanía ya no distingue.
En el periodismo venden a necesidad o ambición a periodistas ejemplares, para dar paso a nuevos formatos y a figuras de la civilización del espectáculo.
Los desaparecidos se toman las redes. La percepción de inseguridad pelea con las cifras que dicen que los atracos y homicidios disminuyen, pero no nos sentimos seguros. Todo es la repetición sin fin de lo que informamos y narramos, el imaginario que impide la argumentación del otro porque vulnera sus creencias.
Un exfiscal es nombrado en una comisión contra el crimen porque es experto en crear las condiciones para que la gente cometa crímenes, previas chuzadas a sus amigos y enemigos. ¿24 mil horas de escuchas? Un candidato presidencial Sergio Fajardo, cuestionado por su papel en una junta, pierde la memoria y vuelve y recurre al buscador de Google. Una isla azotada por un huracán se gasta millones en el alumbrado navideño sin haber solucionado el problema del techo para sus pobladores. A las enfermeras y médicos de los hospitales del pacifico chocoano no les llega el salario. La lista de las desigualdades y de descaro es infinita.
Y como si no fuera suficiente, un Gobierno al que le molesta el ejercicio libre del periodismo porque le dice en su cara a su ministro-candidato, Carlos Holmes Trujillo, que está haciendo campaña sobre la sangre de los líderes sociales asesinados. Ninguno se salva de perder la capacidad autocrítica cuando llega al poder.
Salir del fango para alcanzar la gloria va a necesitar más que una pandemia en Colombia donde lo bueno que se hace queda invisibilizado por tanto corrupto suelto, por una sociedad y un estado que premia a los funcionarios que usan sus cargos para dañar las construcciones más dignas como la paz, condenando a los más necesitados a la guerra sin que le duela a nadie, porque como dice Michelle Bachellet: “Lamentablemente, después de décadas de conflicto armado, la violencia ha sido normalizada en Colombia, algo que nadie debería aceptar”.
Solo resta esperar el informe de la Comisión de la Verdad a la cabeza del padre Francisco de Roux, para desde allí recuperar el sentido e ilusionarnos con la posibilidad de recuperar en Colombia el valor de la vida y la honestidad como el faro. Ojalá estemos preparados entonces para iniciar la reconstrucción del tejido social que la violencia y la trampa impune destruyó. O la menos ese respeto por el interlocutor no importa quien sea o cual sea su nivel.
Por ahora tocará concentrarse en encontrar el centro, cada vez más esquivo entre los extremos de la política y en mantenerse a salvo de los varios virus, covid e indolencia. Para el segundo no hay vacuna.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.