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Columna
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La última palabra

De poco sirven las proclamas de europeísmo si decaen cuando Europa pone límites

Josep Ramoneda
Arnaldo Otegi, líderd e EH Bildu, comparece este martes para valorar la decisión del Supremo de volver a sentarle en el banquillo de los acusados.
Arnaldo Otegi, líder de EH Bildu, durante una comparecencia este martes.Javier Hernández

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló que el juicio a Arnaldo Otegi y cuatro dirigentes de la izquierda abertzale por el caso Bateragune no fue imparcial. Y ahora el Tribunal Supremo, después de un largo silencio, y siguiendo la petición de Vox, decide por unanimidad que se repita el juicio oral.

Llueve sobre mojado. Una vez más, el Tribunal Supremo confirma los abrumadores indicios de politización del poder judicial y de confusión entre los poderes del Estado. La reacción suena a orgullo patriotero: a nosotros, los europeos no nos enmiendan la página. Pero sobre todo es un motivo más para sospechar que no hay intención del Supremo de quitarse de encima la carga política suplementaria que viene asumiendo desde que el Gobierno de Rajoy le subrogó la cuestión catalana. De modo que es perfectamente razonable que cunda la sospecha de que se está preparando el terreno por si Estrasburgo tumbara la sentencia del procès. Otra vez a juicio. Y que no decaiga la tensión.

Y, sin embargo, en democracia es obligación de todos los poderes del Estado favorecer la distensión siempre que sea posible. O por lo menos esto es lo que parecería aconsejar la noble virtud cardinal de la prudencia. Esta reacción tardía del Supremo ha coincidido en el tiempo con el injustificable rechazo del PP a renovar el Consejo General del Poder Judicial, que por otra parte sigue tomando decisiones desbordando los plazos de su mandato, completando así el retablo de la confusión entre política y justicia que habita en las instituciones. La primera obligación de quienes se presentan como defensores de la Constitución es cumplirla.

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Pero el caso sugiere también dos reflexiones de carácter general. La primera es que el trabajo bien hecho evitaría más de un traspiés como el que ha sufrido el Supremo en este caso. Y que la justicia española lleva ya un número suficiente de reveses en Europa como para pensar que la obsesión política puede perturbar a veces la razón jurídica. Un déficit de serenidad y solvencia en la escena europea que no es sólo imputable a la justicia, España se pierde muchas cosas, empezando por gran parte de los fondos europeos, por no hacer bien los deberes. Y ahí cuentan los obstáculos administrativos, pero también la incapacidad de la sociedad civil a la hora de proponer proyectos de envergadura.

Y la segunda reflexión es que de poco sirven las proclamas de europeísmo si decaen cuando Europa pone límites. Una institución europea cuestiona una decisión de un poder español y salta enseguida la pulsión patriótica: Somos un Estado y la última palabra la tenemos nosotros. Una enfermedad que no es específica de España, está muy extendida en el continente y explica por qué cuesta tanto que Europa pase de potencia a acto. La patria sigue siendo el reducto mágico de la última palabra.


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