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Tribuna
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San Romero de América: la utopía de la liberación

En el clima actual de integrismo cristiano latinoamericano en alianza con la estrecha derecha política es necesario recuperar la figura profética y de gran talla moral de Óscar A. Romero, arzobispo de San Salvador

Juan José Tamayo
Un grupo de fieles conmemora, en San Salvador, el 25 aniversario del asesinato de Óscar Arnulfo Romero.
Un grupo de fieles conmemora, en San Salvador, el 25 aniversario del asesinato de Óscar Arnulfo Romero.AP

Estamos conmemorando el 40 aniversario del asesinato de Óscar A. Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador), cuyo autor intelectual, como reconoció la ONU, fue el ex mayor del Ejército Roberto d’Abuisson, fundador del partido ARENA y de los escuadrones de la muerte. Poco después de su muerte, Pedro Casaldáliga, poeta, profeta y exbobispo del Mato Grosso (Brasil), recientemente fallecido, lo declaró “San Romero de América, pastor y mártir nuestro”. Pero tuvieron que pasar 38 años para que el Vaticano lo canonizara, y fue con el papa Francisco, quien venció la resistencia de un sector del episcopado salvadoreño opuesto a dicha canonización.

En el clima actual de integrismo cristiano latinoamericano en alianza con la estrecha derecha política, con el apoyo a veces de las autoridades religiosas, es necesario recuperar la figura profética y de gran talla moral de monseñor Romero y con ella la teología de la liberación, perseguida por Juan Pablo II y Benedicto XVI y reconocida por Francisco. Cuarenta años después de su asesinato sigue siendo faro que ilumina el presente y transmite esperanza para construir la utopía de “otro mundo posible”.

1. Romero es hoy símbolo luminoso de un cristianismo liberador, que asumió la opción ética y evangélica por las personas y colectivos empobrecidos de su país. Puso en práctica la afirmación de Paulo Freire: “No podemos aceptar la neutralidad de las iglesias ante la historia” y ejemplificó el ideal de José Martí: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”.

2. Contribuyó a crear un cristianismo no de masas, sino con conciencia crítica, defendió que fueran los propios salvadoreños los forjadores de su propia historia sin permitir que gente de fuera, especialmente Estados Unidos, les impusiera el destino a seguir, y pidió que la Iglesia colaborara en la construcción de la ciudadanía. Él mismo ejerció la ciudadanía crítica, activa y participativa.

3. Fue un excelente pedagogo que siguió el método del ver-juzgar-actuar y el de concientización de Paulo Freire que implica el paso de la conciencia ingenua e intransitiva a la conciencia transitiva y activa, de la conciencia mítica a la conciencia histórica y crítica, y de esta a la praxis transformadora.

4. Es un referente en la lucha por la justicia para creyentes de las diferentes religiones y no creyentes de las distintas ideologías. Igualmente lo fue para los políticos por su nueva manera de entender la relación crítica y dialéctica entre poder y ciudadanía, así como para los dirigentes religiosos por su correcta articulación entre espiritualidad y opción por las personas y los colectivos empobrecidos.

5. Ignacio Ellacuría dijo de él: “Con monseñor Romero, Dios ha pasado por El Salvador”. Yo me atrevería a decir que monseñor Romero es piedra angular en el edificio de la cultura de paz a construir en El Salvador, en América Latina y en el mundo. Una cultura de paz, que no se limita a la ausencia de guerra, sino que ha de estar acompañada de la justicia, conforme al ideal del salmista bíblico: “la justicia y la paz se besan”.

6. Monseñor Romero no se instaló cómodamente en el (des)orden establecido, ni consintió con el pecado estructural, ni hizo las paces con el Gobierno, como le pedía Juan Pablo II. Encarnó en su vida la utopía, no como un ideal irrealizable, sino conforme a los dos momentos que la caracterizan: a) denuncia de la negatividad de la historia, encarnada en los poderes que oprimían entonces a las mayorías populares: oligarquía, ejército, escuadrones de la muerte, gobierno nacional; b) propuesta de la alternativa de una sociedad salvadoreña no violenta, justa e igualitaria, y de una “Iglesia de la esperanza”.

La mejor expresión de la utopía de Romero fue la respuesta que dio a un periodista, unos días antes de ser asesinado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo”. No estaba hablando del dogma de la resurrección de los muertos, ni de la vida eterna, sino de la resurrección del pueblo salvadoreño liberado de la violencia, la injusticia y la pobreza.

7. Romero se enfrentó al Imperio estadounidense a través de una carta dirigida al presidente Jimmy Carter, en la que se oponía a la ayuda económica y militar de Estados Unidos al Gobierno de El Salvador porque constituía una injerencia inaceptable en los destinos de su país y agudizaba la injusticia y la represión contra el pueblo. Al final la ayuda llegó y sucedió lo que Romero había anunciado: intervencionismo del Pentágono, mayor represión contra el pueblo y asesinatos de poblaciones enteras.

8. Constantes fueron sus llamadas a la reconciliación, pero no en abstracto, sino acompañadas del reparto de la tierra, que es de todos los salvadoreños. No justificó la violencia revolucionaria como respuesta a la violencia institucional del sistema, sino que apeló a la búsqueda de soluciones racionales negociadas. Exigió al Ejército, a la Guardia Nacional, a la Policía y a los soldados que dejaran de matar a sus conciudadanos en una llamada entre dramática y desesperada: “¡Cese la represión!”. Un día después fue asesinado. Era la crónica de una muerte anunciada.

Juan José Tamayo es profesor emérito de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de San Romero de América, mártir por la justicia (Editorial Tirant, 2015).

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