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Los seres humanos somos buscadores incansables de sentido
Las hembras de algunos animales poseen un receptáculo, la “espermateca”, dedicado, como su nombre indica, a almacenar el esperma recibido del macho para administrarlo según su leal saber y entender. Así, cuando estas hembras disponen de óvulos, deciden cuáles fecundar y cuáles no con esas muestras atesoradas en sus entrañas. Cada óvulo fecundado deviene un germen con significado, con sentido. Es un poco lo mismo que hacemos nosotros con las letras acopiadas en la memoria (en la letrateca, podríamos decir) al construir con ellas una palabra. De súbito, un grafema suelto, un sonido vacío, se preña de valor al juntarlo con otros. Pronunciamos “padre”, “madre”, “hijo”, “pan”, “frío” y esos términos se articulan luego en estructuras más complejas, las oraciones, cuya enunciación puede hacernos llorar. Como cuando decimos “mi madre ha muerto” o “mis hijos tienen frío”.
Semen, semilla, semántica, todos estos términos remiten al significado. Los seres humanos somos buscadores incansables de sentido. Las bibliotecas constituyen formas figuradas de “espermatecas” en la medida en la que en ellas se guardan y conservan los libros con los que fecundamos nuestra razón, pero también con los que fertilizamos nuestras tardes. Es una suerte disponer en casa de un conjunto de libros por cuyos lomos deslizar la mirada en busca de aquel capaz de preñar las horas que algunos llaman muertas. Acabo de tropezar, por ejemplo, con un volumen de Antonio Machado, publicado con elegancia por Nórdica Libros, que abro al azar y en el que leo: “Allá, en las altas tierras, por donde traza el Duero su curva de ballesta…”. “Su curva de ballesta”, repito para mis adentros, y noto que mi mente ha sido fecundada una vez más por esa imagen bárbara.
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