En pecado
Uno era entonces culpable por quebrantar el sexto mandamiento de Dios, como hoy lo es por no usar mascarilla, por no lavarse las manos, por no guardar las distancias
Entre todos los pecados que un adolescente podía cometer entonces, el del sexo era el más dulce y viscoso, el que más se parecía a una infección pandémica. Quebrantar cualquier otro de los 10 mandamientos grabados en las tablas de la ley, carecía de placer suficiente que compensara la amenaza de ir al infierno. No tomar el nombre de Dios en vano, honrar padre y madre, santificar las fiestas, no levantar falsos testimonios, eran pecados que a un adolescente no le causaban ningún problema. Bastaba con ser un chico formal y educado. Por otra parte, a uno no se le ocurría matar a nadie y, a la hora de robar, los niños entonces nos conformábamos con los melocotones que asomaban por encima de la tapia del huerto del cura. Los adolescentes de hoy ignoran el morboso desasosiego, no exento de dulzura, que suponía vivir en pecado mortal, en el que se unían el placer, la culpa y la condena, cuya desazón se solventaba arrodillándose ante el confesor de quien recibías el perdón acompañado de un suave pescozón en la mejilla. Pero esa vacuna no funcionaba. La confesión te aliviaba por un momento de una pesada carga de conciencia hasta que salías a la calle y el virus de la lujuria, que andaba desatado, te volvía a contagiar. Cierto que había pecados veniales equivalentes a lo que hoy se tomaría como una infección leve o asintomática del coronavirus, pero el pecado mortal sonaba como una maldición inexorable, puesto que los clérigos nos decían que conllevaba enfermedades severas aquí en la tierra, antes de ir al infierno. La culpa colectiva es inherente a la forma en que sube o baja la curva del coronavirus. Uno era entonces culpable por quebrantar el sexto mandamiento de Dios, como hoy lo es por no usar mascarilla, por no lavarse las manos, por no guardar las distancias, por ese desafío adolescente de afrontar el peligro del contagio con la transgresión.
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