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Columna
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Los latidos de una época

En la obra de Francisco Brines, que mira hacia dentro, también se cuela el mundo

José Andrés Rojo
Francisco Brines.
Francisco Brines.Jesús Ciscar

A Francisco Brines le han dado el premio Cervantes y su poesía, que mira hacia dentro y se bate con el tiempo inclemente, ha regresado al ruido de la actualidad y se ha mezclado con las cosas de este presente incómodo. En una lejana entrevista, alrededor de 1990, dijo: “Me gustaría escribir alguna vez un poema (al menos de tres versos, pues no soporto los pareados) que pudieran leer con emoción perceptible los hijos de tus futuros nietos”. Era una manera de confesar ese anhelo de seguir durando, y de que las palabras que saliesen de su mano llegaran a tocar también las entrañas de un lector de una época distinta. Ahí están los versos de su Mere Road, donde se refiere a sí mismo como “un hombre que viviera perdido en una casa de una extraña ciudad”, “o alguien que, de existir, ya hubiera muerto / o todavía ha de nacer; / quiero decir, alguien que en realidad no existe”. Corremos los visillos y, afuera, el mundo sigue su curso y hay unos jóvenes que te empujan a tu propia juventud ya lejana e inalcanzable, y viene esa “fría soledad” y el saberse ajeno.

Contaba también Brines en esa entrevista que sus “años más significativos” transcurrieron en “un entorno nada favorable”. Nació en 1932, así que le tocó la época siniestra de la dictadura. A los 20 años terminó un libro que recogía la profunda crisis religiosa que acababa de padecer. “La oración había enmudecido en mis labios y fue sustituida por las palabras de la poesía, que así me daban a conocer el momentáneo desvalimiento que aquella pérdida me ocasionaba”. Brines pertenece a la generación de los cincuenta, creció en medio de las inclemencias de una larga posguerra, tuvo que ingeniárselas para sortear la sombría atmósfera de la falta de libertades de un cerrado y pétreo nacionalcatolicismo, pudo salir fuera para respirar otros aires, fue haciendo su trabajo. “Es ley fatal del mundo / que toda vida acabe en podredumbre”, escribió en Otoño inglés y, aun así, la belleza está ahí delante en “el estertor cansado de las aves, / la algarabía de unos perros viejos, el agua / de este río que no corre”.

Cuando se lee a Brines, y a los autores de su generación, asombra siempre que alcanzaran tan altas cimas cuando tuvieron que habitar en el páramo agreste del franquismo. Desde sus páginas resulta todavía más chocante encontrarse con la sociedad de hoy, que parece encerrada en una mirada de corto alcance y demasiado pegada al enfrentamiento y a la polarización, incapaz de levantar vuelo, de tender puentes, de celebrar en lo más oscuro la energía de la vida. Fueron capaces de tratar con coraje las complicaciones que les fueron saliendo, una detrás de otra, como esa misma de construir una democracia en un país que llevaba décadas apartada del resto de Europa y que seguía gobernada con las premisas de lo que el régimen entendía como una cruzada contra sus enemigos.

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En uno de sus poemas, Brines afirma que pudo conocer que la soledad era “el centro de este mundo”. Es posible que los versos no se hagan para dar lecciones, sino, acaso, tan solo para conquistar aquella “emoción perceptible” que esperaba que provocaran los suyos en “los hijos de tus futuros nietos”. Sea como sea, en esos poemas suyos tan afiladamente íntimos resuenan los latidos de una época que sabemos fue aciaga. Y por eso al lector próximo esa soledad le resulta tan familiar. Lo ayudó a curtirse, lo hizo grande.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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