EE UU: el orden internacional aún importa
Trump vinculó su política exterior al resentimiento interno y convirtió el orden liberal de posguerra en el malo de la película. En este siglo de interdependencia, sin embargo, el aislamiento no es opción
Aunque Donald Trump haya despreciado a las instituciones internacionales, su presidencia ha sido para el mundo un recordatorio de la importancia de su eficacia y resiliencia. En la elección de 2016, Trump hizo campaña con el argumento de que las instituciones multilaterales de la posguerra permitieron a otros países obtener beneficios a costa de Estados Unidos. Aunque Trump no basó su atractivo populista solamente en la política exterior, supo vincularla con el resentimiento interno, atribuyendo los problemas económicos a “malos” acuerdos comerciales con países como México y China y a la competencia laboral de los inmigrantes. Y presentó el orden internacional liberal de posguerra como el malo de la película.
Como demuestro en mi libro Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump, los presidentes estadounidenses nunca fueron liberales perfectos en lo institucional. El apoyo de Dwight Eisenhower a acciones encubiertas en Irán y Guatemala, y el de John F. Kennedy en Cuba, son incompatibles con una lectura estricta de la Carta de las Naciones Unidas. Richard Nixon incumplió las reglas de las instituciones económicas de Bretton Woods y en 1971 impuso aranceles a países aliados. Ronald Reagan ignoró un fallo de la Corte Internacional de Justicia que determinó la ilegalidad de la decisión de su Gobierno de colocar minas en puertos nicaragüenses. Bill Clinton bombardeó Serbia sin una resolución del Consejo de Seguridad.
Pero, hasta 2016, los presidentes estadounidenses apoyaron en general a las instituciones internacionales y procuraron su ampliación, de lo que sirven de ejemplo: el Tratado de No Proliferación con Lyndon Johnson; los acuerdos de control de armas con Nixon; el acuerdo de Río de Janeiro sobre el cambio climático con George Bush (padre); la Organización Mundial del Comercio y el Régimen de Control de Tecnología de Misiles con Clinton, y el Acuerdo de París sobre el clima con Barack Obama.
Solo con la llegada de Trump hubo en Estados Unidos un Gobierno que adoptó como política una postura general crítica con las instituciones multilaterales. En 2018, el secretario de Estado, Mike Pompeo, aseguró que desde el final de la Guerra Fría hace tres décadas, el orden internacional había perjudicado a Estados Unidos. “El multilateralismo se ha convertido en un fin en sí mismo. Se supone que cuantos más tratados firmamos, más seguros estamos; que cuantos más burócratas hay, mejor se hacen las cosas”, dijo. El Gobierno de Trump adoptó en relación con las instituciones un enfoque estrictamente transaccional y se retiró del acuerdo climático de París y de la Organización Mundial de la Salud.
Las instituciones no son mágicas, pero crean pautas de conducta valiosas. Las instituciones multilaterales son más que organizaciones formales que a veces se anquilosan y necesitan que se las reforme o abandone. Lo más importante es la totalidad del régimen de reglas, normas, redes y expectativas que crean papeles sociales que a su vez implican obligaciones morales. Una familia, por ejemplo, no es una organización, sino una institución social que asigna a los padres un papel que implica obligaciones morales con vistas al interés de sus hijos a largo plazo.
Los realistas sostienen que la política internacional es un juego anárquico, y,<TH>por tanto, de suma cero: lo que el otro gana es lo que yo pierdo, y viceversa. Pero en los ochenta, el politólogo Robert Axelrod demostró mediante el uso de juegos por ordenador que allí donde hay un incentivo racional para hacer trampa cuando se juega una sola vez, la situación puede cambiar cuando hay una expectativa de relación continua. La reciprocidad y la devolución de favores se convierten en la mejor estrategia a largo plazo. Al realzar la importancia de lo que Axelrod denomina “la larga sombra del futuro”, los regímenes e instituciones internacionales alientan la cooperación, con consecuencias para la formulación de políticas que trascienden cualquier transacción aislada.
Es verdad que a veces las instituciones pueden perder valor y tornarse ilegítimas. El Gobierno de Trump afirmó que instituciones como la OMC habían convertido a Estados Unidos en un “Gulliver”, constreñido por liliputienses que usaban los hilos de las instituciones multilaterales para que el gigante americano no pudiera usar el poder que tendría en una negociación bilateral. Con diversas renegociaciones de acuerdos comerciales que perjudicaron a la OMC y a las alianzas de Washington, el Gobierno de Trump mostró que el país más poderoso del mundo puede romper esos hilos y maximizar su poder de negociación a corto plazo.
Pero Estados Unidos también puede usar esas instituciones para obligar a otros países a sostener bienes públicos globales que redundan en el beneficio a largo plazo de esos y otros actores. El secretario de Estado de Reagan, George Shultz, comparó la política exterior de su país con el trabajo de un jardinero paciente, pero la idea trumpiana de política se basó en un concepto muy diferente del modo en que debe ejercerse el poder. Para usar una metáfora diferente, Trump se quejó de que hubiera polizones en el barco, pero el que lleva el timón es Estados Unidos.
En este siglo de interdependencia transnacional, el aislamiento no es opción, y oponer nacionalismo a globalización es una falsa antinomia. Los virus y los átomos de carbono no respetan fronteras políticas. Tenemos que aprender a combinar la identidad nacional con el interés global. Como explica el historiador Yuval Harari: “Nos guste o no, la humanidad hoy enfrenta tres problemas compartidos que se burlan de fronteras nacionales, y que solo pueden resolverse mediante la cooperación global: la guerra nuclear, el cambio climático y la disrupción tecnológica”.
Estados Unidos necesita una red de acuerdos en varios niveles con otros países. Los socios extranjeros ayudan cuando quieren, y su voluntad de hacerlo depende no solo del poder duro militar y económico de Washington, sino también de su poder blando de atracción, basado en una cultura abierta e inclusiva, los valores democráticos liberales y políticas que gozan de una amplia legitimidad. Un jeffersoniano “respeto decente a las opiniones de la humanidad” y el uso de instituciones que alienten la reciprocidad apelando a “la larga sombra del futuro” serán esenciales para el éxito de la política exterior estadounidense. Como acertadamente dijo Henry Kissinger, el orden mundial depende de la capacidad de un Estado líder para combinar poder y legitimidad. Y para eso son indispensables las instituciones. Ahora, con menos preponderancia y frente a un mundo más complejo, Estados Unidos debe cooperar con otros y usar el poder blando para atraer su cooperación. Tiene que ejercer el poder con otros además del poder sobre otros. El éxito de la política exterior de Joe Biden dependerá de la rapidez con que podamos aprender otra vez estas lecciones institucionales.
Joseph S. Nye es profesor en Harvard y autor de Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump (¿Importa la ética? Los presidentes y la política exterior de FDR a Trump).
© Project Syndicate, 2020.
Traducción de Esteban Flamini.
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