Alegría
En este año tan difícil, conquistarla nos ha costado mucho trabajo, y conservarla no será fácil. Biden y Harris tendrán que seguir vistiéndose de superhéroes durante más tiempo del que se merecen
En este año tan difícil, hasta las alegrías son trabajosas. La curva del virus nos ha sometido a un tobogán emocional de depresiones profundas y alivios engañosos, por efímeros, hasta el punto de que las elecciones norteamericanas se convirtieron en una especie de punto mágico de inflexión para muchos ciudadanos de todo el mundo. Joe Biden, con su inmaculado aspecto de gentleman de cabellos plateados, se vio transformado en una especie de superhéroe imprevisto, que cargaba sobre sus hombros con la titánica tarea de salvar al mundo. No sé si cualquier otro año lo habríamos vivido así, pero en 2020 así lo hemos vivido. La victoria demócrata, consolidada sobre las amenazas gansteriles de Donald Trump, pese a los gorilas armados con metralletas que circulaban impunemente por la calle, por encima de las querellas judiciales y los manifestantes que gritaban que no se contaran más votos —¿qué es la democracia, sino contar hasta el último voto?—, se dibuja hoy en el horizonte como una garantía de que, incluso en este año maldito, la alegría siempre es capaz de abrirse paso entre nosotros. Alegría es Kamala Harris rompiendo otro techo de cristal, uno más, mujer, de color, hija de un jamaicano y una hindú, vicepresidenta de Estados Unidos. Pero por debajo de su sonrisa, de su energía, de las palabras que ha dirigido a las niñas de su país, sigue alentando la memoria de George Floyd, de tantos afroamericanos impunemente asesinados, del racismo y la xenofobia impulsados por Trump desde la Casa Blanca. En este año tan difícil, conquistar la alegría nos ha costado mucho trabajo, y conservarla no será fácil. Biden y Harris tendrán que seguir vistiéndose de superhéroes durante más tiempo del que se merecen. Ojalá tengan suerte.
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