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Columna
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La línea roja

Ahora llega el reto máximo. Porque no hay mecanismo más necesario para un proceso democrático que el respeto de los contendientes por un resultado electoral

Jorge Galindo
Una transmisión en vivo del presidente de EE UU, Donald Trump, hablando desde la Casa Blanca este miércoles.
Una transmisión en vivo del presidente de EE UU, Donald Trump, hablando desde la Casa Blanca este miércoles.John Locher (AP)

A las 2.30 de la madrugada electoral en Washington, el presidente de Estados Unidos comparecía ante el mundo para decirle que no aceptaba los resultados de una elección en la que los votos todavía se estaban contando. Que él, Donald Trump, se consideraba como ganador de facto en Estados clave cuyos resultados no conocían ni los propios organizadores de las elecciones, ni las personas que estaban encargadas de sumar sufragios.

Nos avisó de que iba a hacerlo. Dijo y repitió durante la campaña que no tenía intención de conceder si perdía, porque asumía (sin prueba alguna) que si acababa pasando era porque había fraude. Es decir: si las cosas no salían como él quería, es que por definición algo andaba mal. Esta quintaesencia del capricho autoritario ni siquiera se esperó a tener resultados firmes. Había una razón para la prisa: la oportunidad. En ese instante, en Estados clave, el recuento se decantaba de su lado. Era un espejismo, claro, porque justamente las papeletas que faltaban venían por voto anticipado, más probablemente demócrata. El propio Trump se había encargado de abonar el terreno durante toda la campaña, insistiendo en un supuesto riesgo de engaño masivo en el voto por correo del que no hay indicio alguno. Al hacerlo, estaba marcando este método como propio del rival, poniéndole una señal, y preparando su argumento para el momento en el que sabía que iba a soltar la bomba: la noche electoral, en mitad de un conteo apretado.

La corta carrera política de Trump puede entenderse como una progresiva prueba de carga sobre la democracia estadounidense. Toca una institución, la tensa, y mira hasta dónde aguanta para cumplir sus deseos por encima de los demás. Luego otra, y otra, y otra más. Pero de todas las instituciones que ha ido testando, la más importante para ponerle límites es también la que le ha permitido más espacio de maniobra: el Partido Republicano.

Día tras día, desafío tras desafío, escándalo tras escándalo, los republicanos (con algunas honrosas excepciones que han terminado casi siempre fuera de la formación) han garantizado el desafío autoritario de Donald Trump, apalancado en la polarización. Pero ahora llega el reto máximo. Porque no hay mecanismo más necesario para un proceso democrático que el respeto de los contendientes por un resultado electoral. Esperemos que esto sí constituya, al fin, una línea roja. @jorgegalindo

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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