Hispánica
Reniego del patrioterismo, me esfuerzo por ponerme en el lugar del otro y me enervo cuando alguien es injustamente tratado por haber nacido en un determinado país


Esta columna será publicada el 12 de octubre, Día de la Hispanidad. Me cuesta acotar el concepto “hispanidad” sin ser ofensiva, incluso conmigo misma. Se me viene a la cabeza Astérix en Hispania, el estereotipo cómico cuando aún no hería mucho, pero también veo la bandera de la plaza de Colón y un calambre me recorre el espinazo del diablo. Me erizo. Como con el recuerdo de la infanta Elena que hace pucheros mientras su hermano, Felipe, abanderado olímpico, desfila. La hispanidad se relaciona con el deporte, con una manera de darse abrazos y comer bígaros o cabezas de cordero, con un vínculo armado en función de las relaciones de poder a lo largo de la Historia. En la época de Alfonsín, mis padres visitaron Argentina y les recibieron con una copa de Fundador y una canción de Julio Iglesias. Hispanidad pura. Me pregunto si un tango y un matecito serían también expresiones de hispanidad. Ajiaco y cumbia reguetón. Me pregunto si en la hispanidad ahora, en oferta dos por uno, se incorporan kétchup, viernes de trabajo con vestimenta informal, pistolas legales y mechas californianas. Me pregunto si me tengo que encastillar en mis raíces, como Agustina de Aragón detrás de sus cañones, o hacer un curso de interculturalidad por Zoom. Empoderarme en mi hispanidad o hacerme chiquitita y flagelarme. Olvidarme de zarajos y sentirme europea. Panhispánica como el Diccionario de dudas. Dejarme de líos. No me siento orgullosa de ser hispánica o española: me siento orgullosa de intentar ser, en el buen sentido de la palabra, buena. Ni complejo ni orgullo, ni pasión gitana ni sangre española, ni Madrid como España dentro de España —vergüenza—, en este día señalado: puede que la culpa sea de mi abuelo, que lamentaba, después de leer los Episodios nacionales, que Napoleón no nos hubiese invadido. Absolutamente. A mi abuelo, afrancesado de Lavapiés, no le gustaba Curro Jiménez y era más bueno que el pan. Yo, que no soy gachupina ni españolita —o sí—, reniego del patrioterismo, me esfuerzo por ponerme en el lugar del otro y me enervo cuando alguien es injustamente tratado por haber nacido en un determinado país. Especialmente si ese país es pobre. Ganas me dan de colocar bajo la advocación y el velo protector de la Virgen del Pilar a las personas inmigrantes demonizadas durante la pandemia por “su forma de vida”. Ganas me dan de utilizar la frase “¿Y usted quién se ha creído que es?” para los que sacan sahumerios y predicaciones y se ponen a repartir hostias cargados de autoridad hispánica.
Hay cosas hispánicas que me gustan mucho. Desde el Poema de Mío Cid —no es coña— hasta las cañas bien tiradas. Otras me ponen los pelos de punta: el vivan las caenas, la cabra de la Legión que está de cumpleaños feliz, orejas y rabos, el brazo incorrupto de Santa Teresa —no por Teresa, sino por el brazo y la santidad—, la blasfemia como delito, la histeria de procesión, la bolsa de los refranes, quienes cantan el himno con la letra de Pemán, no me gusta que en los toros te pongas la minifalda, el clasismo de cortijo, el veto como hijo predilecto a los epidemiólogos. Abogo por la hermandad de las naciones de la Tierra. Intuyo qué Diosa va a castigar a la UE por sus políticas migratorias. Cada 12 de octubre, el sueño de mi razón produce monstruos.
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