_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nuestra tristeza, ese otro contagio entre asintomáticos

La gestión de esta pandemia nos escupe todos los días la misma idea al corazón: dejad de buscar la confirmación exterior de que merecéis existir, porque no vais a encontrarla. Y mucho menos en este momento. Y menos aún en este país

Personas con mascarilla caminan por una calle de Córdoba.
Personas con mascarilla caminan por una calle de Córdoba.Salas (EFE)
Nuria Labari

Desde que puedo recordar, nunca he sentido a este país tan triste como ahora, tan descorazonado, tan falto de horizonte. Y desde luego no lo he visto tan melancólico como ahora en ningún periodo de esta pandemia. Diría que estamos más hundidos que cuando no podíamos salir a la calle. Creo de hecho que nos hemos instalado en el pico de la curva en lo que a desaliento se refiere. Sin embargo, nadie habla de cómo doblegar esta otra pandemia. Como si la tristeza fuera un problema anímico y no político. Si esta tesis llegara a colar, la idea de que nuestra tristeza es responsabilidad solo nuestra, los políticos que tan mal están gestionando esta crisis se librarán otra vez de su responsabilidad. Por eso es importante recordar que estamos tristes por su culpa. Para que cuando todo esto termine la responsabilidad no se diluya en la desolación universal.

Podría parecer que nos pone tristes no poder viajar, no poder estar con todas las personas que queremos en una misma cena, no poder besar con saliva (y casi sin ella), no poder compartir un cigarrillo o una copa, no poder disfrutar con esa explosión de vida que son los niños a la salida de un colegio, no poder gritar gol desde una grada, ni sudar en un concierto, ni hacer el amor con desconocidos, por decirlo todo. No poder visitar a nuestros mayores ni pasear con ellos sin temor. No poder nunca más, ninguna noche, pasar por una sala de conciertos y lamentar que nos quedamos sin entrada. Porque ya no hay conciertos ni salas. Por no haber no hay ya ni noches, como tampoco hay ciudades ni parques ni consuelo. Pero la tristeza de la que hablo es peor que todas las anteriores y no debemos confundirla con ellas. Me estoy refiriendo a una tristeza que no viene con las circunstancias sino que ha arraigado en el alma. Y que no se irá cuando las cosas hayan cambiado.

“Todos estamos solos, todos tenemos demasiado miedo, todos necesitamos una confirmación exterior de que merecemos existir” escribía Ford Madox Ford hace más de cien años. Y creo que esta frase literaria condensa el motivo de nuestra íntima tristeza política. Porque la gestión de esta pandemia nos escupe todos los días la misma idea al corazón: dejad de buscar la confirmación exterior de que merecéis existir, porque no vais a encontrarla. Y mucho menos en este momento. Y menos aún en este país. Es verdad que Díaz Ayuso parece decidida a hacerse camisetas con la idea. Ella está haciendo de la supervivencia de los fuertes un método de gestión: no quiere planes ni expertos, solo que se salven los que puedan. Sin embargo, esta tristeza de ahora no la ha producido ni un solo líder ni un solo partido.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Políticamente hablando, la confirmación exterior de que merecemos existir nos la debería proporcionar la sensación de formar parte de algo más grande que nosotros y que es bueno. De hecho, cuando salíamos a aplaudir a los sanitarios y a todos los trabajadores esenciales durante el confinamiento, nos sentíamos orgullosos, felices por momentos. La gente ponía música en sus balcones y bailábamos el Resistiré. La situación era tan desoladora como en estos días o puede que más. Pero nuestro ánimo era otro. Entonces aún sentíamos que formábamos parte de un sistema donde merecíamos existir. Donde las repartidoras eran heroínas y los cajeros de supermercado superhéroes. Hoy ya sabemos cómo trata nuestro sistema a los héroes de barrio. En Madrid, Isabel Díaz Ayuso ha decidido encerrarlos y dejarlos salir solo para servir a los que ganan más dinero que ellos. Necesitábamos crear la sociedad de los cuidados y la conciliación y apareció el monstruo de la segregación y el abuso. Porque hoy también sabemos como trata nuestro sistema a los médicos: peor que en toda Europa y a los maestros, ídem.

Es imposible no estar tristes porque nunca antes ha sido tan evidente que en España la partitocracia está por encima de la democracia. O, lo que es lo mismo, las necesidades de los partidos políticos están por encima de las necesidades de los ciudadanos. Cómo no estar tristes ahora que una gestión ejemplar se ha convertido en cuestión de vida o muerte. Lástima que llevemos demasiados años sin hacer los deberes. La sanidad no funciona como debería, tampoco la educación, tampoco las autonomías, ni tampoco las últimas urgencias, ni los rastreadores, ni la aplicación Radar Covid, ni los test de antígenos que podrían haber llegado a tiempo o a todos… Ni siquiera el wifi es estable en todo el territorio nacional. Todo lo que debería haber sido sólido se desvaneció en el aire.

Por lo demás, puede que nos hayan robado hasta la tristeza. Porque lo de que estamos tristes es algo que procuramos decir poco, especialmente ahora que sobrevivir es más que suficiente y la melancolía parece un lujo reservado a quienes tienen comida, techo y salud. Como si ceder al desaliento fuera una actitud de caprichosos o débiles de carácter. No es así: la tristeza es una forma de enfado. Estamos enfadados por estar aquí, por haberlo aceptado todo, por no haber pedido cuentas antes, por dejar que nuestro mundo se derrumbara ante nuestros ojos mientras girábamos la cabeza a otra parte. Por haber sido desatentos, sumisos y moralmente mediocres. No hay consuelo, pero es la hora de empezar por otro principio. Y esto ya es una obligación ante la que no podemos volver el rostro.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_