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Columna
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Neogolpismo en Perú

Aun suponiendo que el entorno del presidente deba ser investigado, los intrigantes atropellaron su minoría en el Congreso con presunciones de inmoralidad y arbitrarias interpretaciones de la Constitución

Juan Jesús Aznárez
El presidente de Perú, Martín Vizcarra, habla el viernes 18 de septiembre ante el Congreso durante el debate sobre una eventual destitución.
El presidente de Perú, Martín Vizcarra, habla el viernes 18 de septiembre ante el Congreso durante el debate sobre una eventual destitución.ANDRES VALLE (AFP)

Al general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque se le vio venir cuando entró a caballo en el Congreso y procedió a su disolución, favoreciendo la reinstauración borbónica en España. También fueron audibles los relinchos de la tropa que ametralló el hemiciclo vociferando que sus señorías habían sido emasculadas por el terrorismo vasco. El caballo de Pavía y el asalto de los tricornios fueron pronunciamientos militares sin complejos, nada que ver con la perfidia del presidente del Congreso de Perú y los muñidores de la reciente intentona golpista, disfrazada de responsable moción de censura, contra Martín Vizcarra.

La incapacidad moral imputada al mandatario, recogida en el artículo 113 de la Constitución, no puede tomarse sino como un sarcasmo de los complotados, cuyo compromiso con la decencia y la ética parlamentaria abreva en el pensamiento del precursor mexicano Gonzalo Santos, que definió la moral como un árbol que da moras y sirve para la chingada. Los sediciosos pidieron la aquiescencia del generalato, pero al no obtenerla fracasaron. La negativa castrense a secundar la ruptura de la legalidad es de agradecer en una región signada por el caudillismo y la violación armada del ordenamiento jurídico-político.

La mayoría de los golpes de Estado de la América Latina del siglo XX fueron cuartelazos instauradores de dictaduras personales o militares anticomunistas, engullidas por la derrota ideológica de la URSS y los procesos de transición hacia el derecho de los pueblos a elegir y controlar a sus gobernantes. Los procesos revolucionarios son de distinta naturaleza pues pretenden la radical transformación de las sociedades y el derribo de las instituciones, más que su apropiación. En este siglo,

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un golpismo de fachada democrática y complicidades castrenses, judiciales o legislativas minó las democracias de Venezuela, Brasil, Nicaragua, Honduras, Ecuador, Paraguay y Bolivia. La conspiración contra el centrista Vizcarra no fue bolchevique, fascista o ideológica, sino corporativa, fraguada por élites acaparadoras de poder e impunidad, consecuencia de la debilidad del sistema de partidos y las inestables alternativas.

El panfleto, la ignorancia y la retribución de favores contaminan la agenda de grupos parlamentarios sin estructuras solventes, divorciados de una sociedad que pide soluciones contra la pobreza, el paro y la corrupción, y solo recibe agravantes. Aun suponiendo que el entorno del presidente peruano deba ser investigado, los intrigantes atropellaron su minoría en el Congreso con presunciones de inmoralidad y arbitrarias interpretaciones de la Constitución. Los apoderados del encapuchado golpismo patearon el Legislativo para controlar el Ejecutivo y eludir la investigación de negocios y enriquecimientos penados con cárcel. Nada que ver con la patriótica enajenación del general Pavía.

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