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Columna
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Segundo mandamiento

La política es la nueva guerra de religión

Víctor Lapuente
El ministro del Interior Jorge Fernández Díaz en una fotografía de archivo de 2016.
El ministro del Interior Jorge Fernández Díaz en una fotografía de archivo de 2016.Marta Jara

Dice así: no tomarás el nombre de Dios en vano. Y vendría bien recordárselo a todos aquellos que se lanzan a una cruzada para defender su fe. Como el exministro Jorge Fernández Díaz quien, tras reconocer que “el diablo quiere destruir España”, es lógico que quisiera montar operaciones en la cúpula de Interior para (presuntamente) combatir con métodos mafioso-inquisitoriales a impíos nacionalistas y herejes como el extesorero del partido. Y es que, si tu fin es tan elevado como sacar a tu país de las garras de Satanás, cualquier medio está justificado.

Además de parecer un delito, tomarse la justicia por la mano es un pecado. Los fundadores del cristianismo, Jesús y Pablo de Tarso, insistieron en que, al juzgar a los demás, te condenas a ti mismo. Creerse ejecutor de un designio divino no es sólo un pecado de soberbia, sino ir en contra de la idea misma de Dios tal y como se concibe en la tradición judeocristiana.

Antes de Yahvé, los gobernantes eran considerados dioses. Si los reyes de Babilonia o los faraones egipcios hubieran organizado un dispositivo para espiar al antiguo tesorero del templo sin el conocimiento de los escribas, no sólo no podían ser criticados, sino que debían ser alabados por entenderse que actuaban siguiendo designios divinos. El pueblo judío creó a Dios (o éste creó a aquellos, lo dejo a la libertad del lector, aunque es un detalle menor) para que ningún ser humano se creyera dios. Dios existe para evitar que nadie entre nosotros se considere divino.

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Pensar que un grupo importante de tus conciudadanos —nada más y nada menos que los millones de votantes de partidos independentistas o poscomunistas— trabaja para el diablo es el epítome de la teoría de la conspiración. Pero también es conspiranoico deducir que España es un Estado opresor, como afirman muchas voces soberanistas. En un Estado opresor no hay jueces que investiguen las acciones del Gobierno y los críticos son purgados por métodos extralegales. Es lo que hacen Putin y Lukashenko, regímenes curiosamente poco cuestionados por el independentismo y el podemismo.

La satanización del enemigo no es exclusiva de España. En EE UU, cuatro de cada diez republicanos (y otros tantos demócratas) creen que sus rivales políticos, tradicionalmente vistos como adversarios, son “inequívocamente malvados”. La política es la nueva guerra de religión. @VictorLapuente

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