Sirimiri
Un nuevo lenguaje ajeno a la verdad está empapando la política como la lluvia fina. Necesitamos uno que no prescriba tan rápido, que use palabras que mantengan una relación más sana con la realidad
Sirimiri es una palabra que se utiliza en Euskadi para la descripción de un tipo específico de lluvia. Una llovizna fina y casi imperceptible, que cae sin que parezca que cae. Cuando te pilla por la calle, lo normal es pensar que no hace falta el paraguas. Hasta que llegas a casa. Suele ser ahí cuando descubres que estás empapado.
De un tiempo a esta parte, no somos ajenos a un ciclo caracterizado por otras formas de llovizna fina. Nuevas actitudes y formas en el ejercicio de representación política que lo están empapando todo.
Por ejemplo, la relación entre lenguaje y realidad. Nunca a tanta distancia el uno de la otra en la política nacional. Nunca tantas palabras con tan breve fecha de caducidad. A veces, una cuestión de días. Otras, simplemente de horas. Palabras que, en no pocas ocasiones, se presentan ante nosotros sin respeto alguno por el principio de contradicción, que tratan de convencernos exactamente de lo contrario de lo que intentaron ayer. Palabras a menudo pronunciadas en mayúsculas y que, paradójicamente, suenan cada vez más pequeñas.
No tendría por qué ser así, podríamos ser merecedores de un lenguaje obsesivo de su relación innegociable con la verdad, que se llenara de palabras con vocación de permanencia y de memoria, pronunciadas con retrovisor, con algún tipo de respeto por el principio de contradicción.
Sin embargo, empezamos a aceptar —quién sabe si por la vía de la resignación— que este sea el lenguaje que reserva para nosotros la política nacional. Un sirimiri, fino y casi imperceptible, con el que se va asentando y configurando como propio mucho de lo que, durante tantos años, fue considerado impropio del ejercicio representativo.
Así es como se resignifica la política nacional, con un lenguaje con el que todo se puede decir —aunque a veces no se diga nada— y todo se puede plantear, incluso algunas distorsiones nada menores desde el punto de vista del funcionamiento del sistema institucional.
Por ejemplo, las que sufre el Congreso de los Diputados. Según la Constitución, el titular del poder legislativo en nuestra democracia. Titular que no puede encontrarse más desplazado del protagonismo legislativo en estos últimos años. En España se legisla por decreto. Es tan abrumador su número en estos últimos dos años que produce pudor reproducirlo aquí. No es ningún secreto que, en la legislación por decreto, el principal protagonista no es el Congreso. Es el poder ejecutivo.
Así es como va asentándose una práctica de vaciamiento de la Cámara y un desplazamiento del epicentro legislativo de nuestro país desde el Parlamento al poder ejecutivo. Está por ver qué tipo de consecuencias traerá esta práctica en el futuro, aunque no es difícil pensar que no serán buenas.
En esa misma estela, este proceso de resignificación en el que ha entrado la escena nacional también tiene reservada una nueva interpretación para el principio de responsabilidad. Ese que es exigible a las fuerzas políticas para todo lo relativo a la renovación de las instituciones fundamentales de nuestra democracia y que no parece interpelar a los protagonistas del bloqueo que sufre el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o el Defensor del Pueblo.
Es llamativa la serenidad de algunos tonos de voz cuando tratan de explicar lo inexplicable. Por ejemplo, la del primer partido de la oposición ante el inaudito argumento que mantiene para extender el bloqueo; Podemos no nos gusta y mientras continúe en el Gobierno las instituciones continuarán bloqueadas. Todo cabe en este tiempo de resignificación, incluso tratar de hacernos creer que la opinión de un partido sobre otro tiene derecho de prevalencia sobre los mandatos constitucionales.
Así es como vamos atravesando este tiempo. Con la certeza de que detrás de toda esta ficción de actitudes y palabras nos espera una realidad llena de argumentos. Todos ellos, argumentos de crisis. Tanto económica como sanitaria.
Desde la perspectiva de esta última, los números hablan por sí solos. Lo hacen a una enorme distancia de las palabras. Son tan contundentes que no caben dentro de ningún eslogan institucional. Nuestro país ha alcanzado ya una de las tasas de contagio más elevadas del mundo, más de 500.000 casos en números oficiales.
A su vez, el exceso de mortalidad se sitúa en el entorno de las 50.000 muertes. De nuevo, una de las tasas más elevadas del mundo. Entre todas esas vidas perdidas, casi 20.000 se han ido en las residencias de mayores. En la primera línea de combate contra esta pandemia, más de 50.000 profesionales del sistema nacional de salud han resultado contagiados y enfermos.
Por si fuera poco, esta segunda oleada nos ha colocado, de nuevo, entre los países con mayor incidencia del mundo.
Un desastre con muy pocas comparaciones en el ámbito internacional.
En segundo lugar, y desde una perspectiva económica, España ha sufrido uno de los impactos más brutales de todo nuestro entorno. Tanto en los indicadores de la economía como en los del empleo. Además de una de las caídas de actividad más acusadas de toda Europa, tenemos uno de los déficits públicos más abultados, una de las peores proyecciones de porcentaje de deuda sobre el PIB y uno de los escenarios más duros en nuestro mercado laboral. Según datos de Eurostat, nuestro desempleo juvenil es del 41%. Increíblemente, el más alto de todo el continente.
Este es el desafío que nos espera. Es tal su magnitud que, para afrontarlo con garantías, este país necesita que la política nacional tome algunas decisiones relevantes. En primer lugar, debe decirnos hacia dónde quiere ir y cómo cree que debe recorrerse el camino. Debe volver a expresarse en un lenguaje que no prescriba tan rápido, a utilizar palabras que mantengan una relación más sana y más serena con la realidad y a atender, siquiera mínimamente, al principio de contradicción.
En segundo lugar, debe mostrar una mayor responsabilidad por parte de las fuerzas políticas en lo relativo al funcionamiento de las instituciones democráticas y a su renovación. A su vez, un mayor respeto a los ámbitos competenciales de los diferentes poderes del Estado y una mejor coordinación entre los distintos niveles de poder en un Estado descentralizado y complejo como el nuestro. Parece evidente que España saldrá de aquí mejor y más rápido con una democracia a pleno rendimiento.
Y finalmente, resulta fundamental que los partidos planteen ideas y demuestren capacidades de renuncia para hacer posible la suma de esfuerzos ante el tamaño de este desafío histórico, junto con sindicatos y organizaciones empresariales.
Ojalá la política nacional corte pronto este lento sirimiri de resignificación en el que ha entrado y se ponga de lleno a la tarea. De ello depende una extensión amplísima de nuestro futuro.
Eduardo Madina es socio de la consultora Kreab y director de Kreab Research Unit; unidad de análisis y estudios de su división en España.
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