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Columna
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Los auténticos amos de la embarcación

Joseph Conrad sabía que para saber estar al mando hacía falta olvidarse de uno mismo

José Andrés Rojo
El escritor Joseph Conrad, en 1919.
El escritor Joseph Conrad, en 1919.

Los meses de verano son distintos de los del resto del año. Llegan las vacaciones, se deja el domicilio habitual, suele haber planes de viaje, sales al extranjero o te vas a la montaña, al río o a la playa, hay quienes se aplican a la introspección y otros se aturden con la bebida y el desparrame. El final del confinamiento coincidió prácticamente con el inicio de esta temporada que suele ser tan distinta, así que el verdadero encuentro con esa otra realidad que ha dejado la crisis del coronavirus empieza la próxima semana. La vuelta al colegio de los pequeños siempre ha sido la señal de que se acabó ese tiempo de paréntesis, y este año se presenta envuelta por un manto de inquietudes, preocupaciones, temores. Los viajeros del barco se asoman para ver cómo está el mar y, tras su aparente calma tras unas cuantas sacudidas por los rebrotes, no encuentran ni un solo signo que invite a la calma.

Esto del barco, disculpen, es una de esas tentadoras metáforas de las que tanto se abusa en esta época de tribulación. Al Gobierno de Pedro Sánchez le gustó más la de la guerra y orquestó al inicio del estado de alarma unas comparecencias en las que también intervenían relevantes cargos uniformados. Seguramente le tentó la idea de estar al mando de un poderoso ejército que nunca cedería ante los embates de un enemigo al que terminaría triturando bajo su firme dirección. Es posible que, amén de por las incómodas declaraciones que hizo en su momento uno de los generales, el director de escena decidiera cambiar de guión al constatar que, a todas luces, no existía ningún ejército enemigo al frente. Lo que había era una minúscula criatura, tan pequeña que no hay manera de verla y bastante impredecible, por lo que resultaba complicado apuntarle con los cañones de la artillería y aplastarla con los bombardeos de aviones equipados con la última tecnología. Igual, pues, sobraban las trompetas y los aspavientos militares. Con lo que regresaron a un modelo donde tuviera más protagonismo la ciencia.

Ese recurso al barco que puede hundirse en las fauces de un salvaje oleaje de una naturaleza rebelde no es tampoco una metáfora que vaya mucho más allá. Lo que ocurre simplemente es que Joseph Conrad tiene unas bellísimas páginas sobre el mar. Y cualquier cosa que se lea durante esta temporada extraña parece siempre que estuviera hablando de la pandemia. Del miedo, porque tenemos miedo; del valor, porque esperamos tenerlo si la cosa se complica; de la obediencia, porque confiamos en que igual va mejor que alguien esté al frente; de las leyes, por el temor a que sean trituradas y dejen de protegernos. En fin, asuntos todos que tienen que ver con el reto de surcar los océanos (y de vivir).

Conrad recogió en El espejo del mar, que tradujo magistralmente Javier Marías, cuanto aprendió durante su larga vida de marino. “Los que han llegado a ser auténticos amos de su embarcación —esto lo digo con la seguridad que me otorga mi experiencia marítima— no han pensado en nada que no fuera en hacerlo lo mejor posible con el buque que estuviera a su mando”, escribió. “Olvidarse de sí mismo, renunciar a todo sentimiento personal en aras de ese bello arte es, para un marino, el único modo de desempeñar fielmente su cargo”. Las metáforas no sirven, importan las palabras. E igual estas sirven, y es que, en esta travesía en la que estamos, solo parecen imponerse los intereses partidistas.


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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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