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Columna
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La envidia

Yo miro al mes de febrero de 2020 con los ojos entornados de retroenvidia por su normalidad sin pandemia

Lola Pons Rodríguez
Un bar madrileño en una imagen de antes de la pandemia. CLAUDIO ÁLVAREZ
Un bar madrileño en una imagen de antes de la pandemia. CLAUDIO ÁLVAREZ

Recuerdo bien a ese alumno que tuve hace una década; me contó que había sido un directivo de agenda colapsada, pero que la vida lo paralizó con un ictus como infausto regalo a los cuarenta. Al año siguiente de la tragedia, tartamudo y verbalmente desarmado, estaba dándose una nueva oportunidad en un aula de la Facultad de Filología, estudiando entre compañeros de mesa que no sobrepasaban la gozosa juventud de los veinte años. Al terminar la época de los exámenes y viendo llorar a una compañera por una nota, me dijo: “Cuando los veo llorar por un examen, siento envidia de sus lágrimas”.

El pecado de la envidia está muy mal visto y hay consenso teológico y social en que perjudica a quien lo padece. No obstante, es más absoluto en su definición teórica que en su plasmación real. La Edad Media alternaba envidia con invidia, una palabra que se acercaba bastante al aspecto del étimo (in-videre: mirar con malos ojos); los hablantes fueron paulatinamente poniendo la palabra a jugar con todo tipo de matices, refinaron las formas de mala mirada que acarrea la envidia. Idearon la forma de nombrar a la envidia sin bilis, esa que llamamos “envidia sana” y que nuestros antepasados, más píos, denominaban “envidia santa” buscando como nosotros un modo de blanquear la oscuridad del sentimiento. La envidia entró en expresiones hechas como comerse o estar verde de envidia y generó numerosos refranes; de hecho, hoy, cuando ya hemos olvidado qué era la tiña, sabemos que esta enfermedad existió precisamente porque la hemos ligado a la envidia. Incluso se ha adoptado la palabra alemana Schadenfreude para designar con sentido técnico el malicioso placer que podemos sentir ante el mal ajeno.

Sí, pocos pecados han sido lingüísticamente tan productivos como este. Sin embargo, tanta variedad léxica no me ofrece una etiqueta que colgar a la envidia que siento ahora, que podría llamar “retroenvidia”, porque se proyecta sobre mí misma en mi tiempo pasado más inmediato y lo codicia, como el nublado al celeste del que proviene. Yo miro al mes de febrero de 2020 con los ojos entornados de retroenvidia por su normalidad sin pandemia: no puedo pensar en ese tiempo tan cercano sin que sea iluminado por el oscuro rayo de este pecado. Y esa es una penitencia añadida a mi nueva normalidad. @Nosolodeyod

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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