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Tribuna
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Una artista bajo un calendario único

Uno de los mayores anhelos que Luchita Hurtado decía tener, era exponer, aún en vida, en el museo fundado por su gran amigo Rufino Tamayo

La artista Luchita Hurtado en la gala del LACMA en 2019.
La artista Luchita Hurtado en la gala del LACMA en 2019.Michael Kovac (Getty Images for LACMA)

Luchita Hurtado, la artista de origen venezolano que este 28 de octubre cumpliría 100 años, tuvo la exposición más relevante de su carrera en las Serpentine Galleries en 2019, atinadamente titulada Luchita Hurtado: I Live, I Die, I Will Be Reborn. La exposición viajaría en 2020 al Los Angeles County Museum of Art y posteriormente llegaría al Museo Tamayo, la cual programamos con la idea de que coincidiera con la celebración del centésimo aniversario de la artista.

Uno de los mayores anhelos que Luchita Hurtado decía tener, era exponer, aún en vida, en el museo fundado por su gran amigo Rufino Tamayo. Puede decirse que la relación de profunda amistad que surgió entre Luchita Hurtado y Rufino Tamayo en la década de los 40 en Nueva York, marcó el inicio de la relación que Hurtado tuvo con México a lo largo de su vida. Luchita Hurtado conoció a Tamayo cuando él daba clases en Dalton School. Por un tiempo Rufino Tamayo se mudó al departamento de Luchita y fue en la cocina de este departamento donde pintó varias de sus obras de esa época, destacando Dos perros (1941). En palabras de Luchita Hurtado, Rufino Tamayo convirtió la cocina de su departamento en su estudio y el hecho de verlo pintar ahí diariamente fue una gran influencia en su carrera, principalmente a nivel técnico.

Luchita Hurtado empezó a dibujar a la edad de 12 años, pero fue hasta la década de los 40 que pudo vivir de su trabajo como artista, primero creando aparadores para las tiendas departamentales Lord & Taylor y después haciendo ilustraciones para la revista Vogue de Condé Nast. Otro de sus grandes amigos durante la época que vivió en Nueva York fue Isamu Noguchi quién le presentó al artista Wolfgang Paalen. Con Paalen viajó a México entre 1947 y 1948 y antes de casarse visitaron Chiapas, específicamente Bonampak, que acababa de ser descubierto. Días más tarde fueron a San Lorenzo, Veracruz donde Luchita Hurtado realizó una serie fotográfica de las cabezas Olmecas que Cahiers d’Art publicó en 1952 (éstas fueron las primeras fotografías que tomó Hurtado en su vida, con una cámara prestada). Una combinación de la Coatlicue, las fuerzas telúricas, sus capacidades telepáticas y de clarividencia, y el hecho de haber perdido a su hijo menor quien murió de poliomielitis, le otorgó a México un tono siniestro para Hurtado, pero no por ello negó la importancia de este lugar tanto en su vida como en los temas que buscó representar.

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Algo que sin duda es un rastro de México en su obra es un interés cosmológico, que probablemente para nuestro mundo hiper-tecnificado y obsesionado con métricas y “exactitud” científica, llama la atención precisamente por su condicionamiento esotérico, y posiblemente ahí radique el que, hasta hace muy poco, su trabajo no recibió mucho interés en estudiarse e incluso en exponerse. Las pinturas de Hurtado de diversos periodos establecen conexiones entre los seres humanos, la tierra, los planetas, las estrellas, constelaciones completas, la luna y el sol. A partir de los 70, esto va cobrando más importancia y los títulos de su obra aluden directamente al cosmos o al mito religioso de la creación. Algunos ejemplos de esta tendencia en su obra son El cordón umbilical de la Tierra es la luna (1977), Yin Headline (1977) o una abstracción geométrica titulada Autorretrato (1973).

Luchita Hurtado no se regía bajo el tiempo común, su calendario estaba basado en las fechas de nacimiento de sus tres hijos, y así su obra se ha regido bajo un calendario único, atada al mundo, casi literalmente, por un cordón umbilical y desde una perspectiva personal, centrada en las construcciones que, como seres humanos, generamos del mismo.

Andrea Paasch es gestora cultural y exdirectora del Museo Tamayo.

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