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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Alianza sorpresa

El histórico acuerdo entre Israel y Emiratos supone un golpe para Irán

Un grupo de palestinos queman en Nablus imágenes de Benjamin Netanyahu, el príncipe Mohamed Bin Zayed y Donald Trump, tras el acuerdo de paz entre Israel y Emiratos Árabes.
Un grupo de palestinos queman en Nablus imágenes de Benjamin Netanyahu, el príncipe Mohamed Bin Zayed y Donald Trump, tras el acuerdo de paz entre Israel y Emiratos Árabes.Majdi Mohammed (AP)

Nadie puede discutir ni regatear el mérito de Benjamín Netanyahu, el desprestigiado primer ministro de Israel, en la obtención del tercer reconocimiento diplomático por parte de un Estado árabe, uno de los más prósperos e influyentes en la región como es Emiratos Árabes Unidos, la federación de siete principados del golfo que reúne desde la capacidad de producción petrolera y gasística de Abu Dabi a la enorme fortaleza de Dubái como centro financiero y comercial internacional.

Los dos únicos países que mantenían hasta ahora relaciones diplomáticas con Israel eran dos de sus vecinos, enemigos beligerantes hasta la firma de la paz en las distintas contiendas que han ido jalonando la vida del Estado sionista. Hacer la paz con Egipto y con Jordania fue una cuestión de supervivencia, que supieron resolver, respectivamente, Menajem Begin e Isaac Rabin, el primero con Anuar el Sadat bajo el patrocinio de Jimmy Carter en 1978, y el segundo con Hussein de Jordania y Bill Clinton como padrino en 1994.

A diferencia del actual acuerdo que establece las relaciones entre Emiratos e Israel, apadrinado por Trump, los anteriores aseguraban la paz en las dos fronteras más importantes del Estado sionista e incluían a cambio unas vagas referencias a las reivindicaciones palestinas de recuperación de los territorios ocupados y regreso de los refugiados. El acuerdo histórico anunciado esta semana, en cambio, no se produce entre países vecinos con Israel, y ni siquiera forma parte de un plan de paz coherente, tal como se han empeñado en venderlo desde la Casa Blanca tanto el presidente Trump como el auténtico artífice del pacto, su yerno Jared Kushner.

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La profundidad geopolítica del acuerdo, en abierta disonancia con el proceso de paz iniciado en Oslo en 1993, estriba en su capacidad de fundar la alianza entre las monarquías petroleras y fundamentalistas del Golfo y el Estado de Israel, que Donald Trump patrocina frente a la vocación hegemónica de Irán, el creciente protagonismo neootomano de Erdogan y el regreso de Rusia a la región con la excusa de la guerra civil siria.

Este paso puede ser rentable para Netanyahu, necesitado de éxitos políticos que compensen su débil posición interna. También para Trump en su campaña presidencial: ya tiene su plan de paz y su foto asegurada para el álbum de la historia. Pero es la disputa con Irán la que proporciona el auténtico significado del acuerdo: las monarquías suníes de la península arábiga prefieren la alianza con Israel antes que la condescendencia con el Irán chií y populista que cuestiona la legitimidad de sus regímenes autocráticos.

La geometría diplomática que está naciendo responde a una región donde son ya tres, Siria, Yemen y ahora Líbano, los países devastados por las guerras internas y externas en las que han metido sus dedos los dos vectores islámicos en competencia, el chiísmo iraní y el sunismo saudí. Con este acuerdo, la paz no avanza, pero tampoco retrocede: la suspensión de la anexión de los territorios ocupados ofrecida por Israel a Emiratos tiene le extraña virtud de mantener en vida el sueño improbable del Estado palestino.


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