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Columna
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¿Monarquía? ¿República? ¡Constitución!

Harían bien los republicanos militantes en calibrar su aprovechamiento de un asunto personalísimo en beneficio de una ruptura institucional potencialmente desestabilizadora

Xavier Vidal-Folch
Juan Carlos I,  en una fotografía de archivo de 2018.
Juan Carlos I, en una fotografía de archivo de 2018.PATRICIA DE MELO MOREIRA (AFP)

“¿Monarquía? ¿República? ¡Catalunya!”. Al pronunciar hace cien años esta frase, el líder catalanista Francesc Cambó consagraba el accidentalismo. O sea, la consideración de la forma de Estado monárquica o republicana como algo irrelevante. Lo decisivo sería únicamente el contenido de las políticas que una u otra amparasen hacia su petita pàtria.

Era un tiempo de turbulencias sociales agudizadas por la revolución bolchevique; políticas, en torno al inicio del debate del primer estatuto de autonomía catalán; de desordenado crecimiento económico en España tras su remuneradora neutralidad en la primera gran guerra. Y el líder de la Lliga, monárquico que fue ministro de Alfonso XIII, conjugaba con esa propuesta su distancia tanto de los partidos turnistas cortesanos como de la izquierda catalana, mayoritariamente ya republicana.

Seguramente ese accidentalismo ha permanecido implícitamente a lo largo de la historia. La validación popular muy mayoritaria de la Monarquía de la Constitución de 1978 (y mucho más en Cataluña) venía a fijar la asunción de una legitimidad parcialmente accidentalista.

Esto es, que se fraguaba, amén de sobre la ley, en función de los resultados: el logro de la reconciliación nacional y la Transición democrática. Así que el nuevo accidentalismo se formularía hoy en la tríada ¿Monarquía? ¿República? ¡Constitución! Y en tanto que esta establece la forma de Estado monárquica, pues eso, monarquía. Esa institución, que en tiempos de normalidad y buen hacer resulta sólida precisamente por su nulo perfil de intervencionismo político, a diferencia del reinado de Alfonso XIII.

Pero es al mismo tiempo frágil y vulnerable, justo por esa carencia de competencias más allá del soft power de mediación y arbitraje. Como el coronel de García Márquez, la Monarquía española apenas tiene quien le escriba, salvo ripios de gusto a naftalina.

Harían bien pues los republicanos militantes (los ideológicos se cuentan también entre los monárquicos) en calibrar su aprovechamiento de un asunto personalísimo —las operaciones financieras de Juan Carlos I— en beneficio de una ruptura institucional potencialmente desestabilizadora: sobre todo en momentos en que la estabilidad institucional es prerrequisito no ya de normalidad sino incluso de supervivencia de la ciudadanía, especialmente de la más desprotegida.

Si es identidad de las democracias consolidadas la preeminencia de las instituciones sobre las personas, ¿a qué utilizar los fallos e irregularidades de estas, por enormes que puedan ser, para voltear instituciones? A un político francés jamás se le ocurriría sacar partido de los procesos a presidentes de la V República (Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy y tantísimos ministros) en pro de una solución coronada.

La simbiosis Monarquía parlamentaria/Constitución —o sea, democracia— implica por lo demás que las ansias refrendarias súbitamente manifestadas por algunos sean algo extemporáneas. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, acaba de reclamar que “se someta el apoyo a la Monarquía a referéndum”. Esta idea, formulada a trazo grueso, carece de sentido en nuestro ordenamiento, que es muy distinto al de la Italia de la posguerra mundial y al de la Grecia posterior a la dictadura de los coroneles.

Otra cosa es que esa opción se plantease como elemento de una reforma constitucional, que sí exigiría consulta popular, entre otros requisitos. Pero como reacción en caliente a un episodio de alto gramaje sentimental conlleva un perfil oportunista que en nada beneficia a la causa republicana.

Cierto que los dramáticos desórdenes privados del exmonarca son la principal causa de la factura de prestigio que sufre hoy la institución. Pero a renglón seguido ese perjuicio viene a ser compensado por la improvisación, frivolidad y escasa altura institucional de cierta autoconsiderada izquierda de la izquierda.

Así, el vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias calificó la salida de La Zarzuela, y de España, del exmonarca como “huida al extranjero”, pese a que al emérito no le agradaba la idea, y a que está comprometido a presentarse a la justicia. ¿O es que sin siquiera estar procesado puede restringirse al ciudadano Borbón la libertad de movimientos? Es un evidente desafío de Iglesias a su presidente, pues resulta evidente que una medida de este tipo, coorganizada por el jefe del Estado, requiere normativamente su sintonía, refrendo y cooperación.

Más tristeza a los auténticos republicanos habrá causado la gesticulación retórica de Pablo Echenique y de Laura Borràs. Ambos han lindado con la violación de la presunción de inocencia (artículo 24 de la Constitución), actitud siniestra en un diputado. Y más si Echenique fue condenado judicialmente por pagar en dinero negro y no dar de alta a su asistente, y Borràs está procesada en el Tribunal Supremo por presunta malversación de caudales públicos. Republicanos así alivian a la Monarquía más atribulada.

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