Los buenos monárquicos
Si bien es cierto que se juzga a personas y no a instituciones, hay que recordar que pocas instituciones hay más personalistas que la Monarquía. En la realeza, la institución son las personas
Los escasos estudios sociológicos existentes y la ausencia de preguntas del CIS sobre la Monarquía de cinco años a esta parte nos impiden conocer la opinión que la ciudadanía española tiene de la Monarquía. No obstante, no parece muy atrevido afirmar que una parte, sobre todo de entre quienes tienen más de 50 años, han visto en la Casa Real durante décadas un símbolo de la transición a la democracia. Algunos incluso se declaraban “juancarlistas” profesando así su admiración por la persona del Emérito.
Si esta relación entre democracia y monarquía es tal, es de presumir que esa parte de la población se siente monárquico en cuanto demócrata, y tiene poco que ver con una minoría que en las últimas horas ha lanzado en las redes proclamas que recuerdan al histórico “¡Vivan las caenas!”. Serán, por tanto, esos monárquicos demócratas, los primeros interesados en que se apliquen criterios democráticos de máxima exigencia a este destierro pactado de Juan Carlos I.
Por otro lado, conviene prestar atención a la repercusión que este episodio tendrá en las generaciones más jóvenes. Muchos de los que hoy están en la cuarentena fueron los protagonistas de esa impugnación al stablishment que supuso el 15M y la consiguiente pérdida de consenso en torno al sistema diseñado en el 78. La abdicación de Juan Carlos I, de hecho, entró dentro del ciclo de efectos que tuvo el terremoto político que generó la indignación, con no pocos casos de corrupción de representantes del sistema como telón de fondo.
Para unas generaciones y otras es imprescindible explicar los motivos que han llevado al Monarca y a la Casa Real a optar por esta fórmula que entraña no pocos riesgos. A los ojos de la opinión pública la marcha del Emérito puede interpretarse como una huida del país ante sus cuitas con Hacienda y un reconocimiento implícito de su culpabilidad.
Con el anuncio de la salida de España del Emérito las preguntas se multiplicaron. Las mismas que unas horas después formularon los periodistas en la rueda de prensa de balance del semestre ofrecida por Pedro Sánchez y que quedaron, incomprensiblemente, sin respuesta. Desde el destino de Juan Carlos I, hasta los costes de su estancia fuera del país, pasando por la gestión que del asunto se ha hecho con el resto de fuerzas políticas parlamentarias, todo ha quedado envuelto en un concepto de Razón de Estado ya muy periclitado.
Y si bien es cierto que se juzga a personas y no a instituciones, hay que recordar que pocas instituciones hay más personalistas que la Monarquía. Máxime cuando los escándalos que han rodeado a Juan Carlos I venían precedidos de episodios como el protagonizado por Iñaqui Urdangarín, todavía en prisión. En la realeza, la institución son las personas.
Los buenos monárquicos, los demócratas de verdad, deberían ser los primeros en exigir transparencia a una Monarquía cuyo máximo representante durante 36 años ha dilapidado buena parte de su capital social. Que no era poco.
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