Woody desmelenado
El cineasta ha sido el traductor de los sueños neoyorquinos que teníamos los europeos
Woody Allen ha sido el traductor de los sueños neoyorquinos que teníamos los europeos. Lo tenía todo: el niño pobre de Brooklyn con una familia judía amontonada al estilo de las nuestras, que a los 16 años comienza a escribir chistes que le permitirán abandonar los odiosos estudios y convertirse en exitoso comediante. Como lo veíamos feúcho, enclenque, gafapasta y embaucador verbal pensábamos que era un intelectual. Él lo desmiente. Y yo le creo: Woody Allen es un comediante que, en ocasiones, como Chaplin, ha contado el lado sombrío de la comedia humana. No encuentro necesidad alguna de que un cineasta, un pintor o un novelista sean intelectuales. Ese es un error que probablemente venga de cómo se encabezan los manifiestos.
Sus memorias, A propósito de nada, están gozando de gran éxito en España, aunque sus admiradores habíamos leído mucho de lo que hay en ellas. Con respecto a su infancia, se trata del cuento que cuanto más nos cuentan más nos gusta. Algún reseñista ha criticado que dedique tantas páginas al episodio de su litigio con Mia Farrow. Me asombra porque, en mi opinión, es lo más valioso, sincero y furioso de la autobiografía. Es un Woody, al fin, desmelenado. Ni él mismo, que se dibuja como un hombre desinteresado por el juicio ajeno, puede disimular cómo las acusaciones de pedofilia que vertió contra él Mia Farrow y la declaración reciente de su hija Dylan lo han destrozado. Aunque una vez y otra repita que le da igual cómo pasar a la historia, la vehemencia con la que hombre tan poco efusivo trata el asunto denota el impacto emocional de un suceso que comenzó en los años noventa. Porque aunque ahora todo el puritanismo, en boca de algunos, se achaque a las feministas, quien persiguió de manera obsesiva a Woody Allen fue un juez reaccionario que, a pesar de la inverosimilitud del delito, estaba impaciente por meterlo entre rejas. Mia Farrow representaba la madre abnegada, adoptante de niños discapacitados y muy representativa de un establishment hollywoodiense.
Los que seguimos los juicios de los noventa ya entendimos que la historia del abuso no se sostenía: imaginen a un hombre que se deja unas polaroids encima de una chimenea que evidencian el romance que mantiene con la hija adoptiva de su mujer. Una hija que, importante, no era menor de edad, que no tenía demasiada relación con el señor que visitaba a su madre, y que tiempo después aseguró haber sido maltratada por ésta. Mia, fuera de sí, llama a todos sus amigos para contarles que Woody ha violado a su hija. A partir de ahí comienza el aparatoso divorcio narrado en la prensa de manera grotesca. Imagen que mientras se discuten pensiones y custodias, Allen cumple con sus horas de visita a los niños. Es vigilado por las nannies, que están avisadas para pillarlo en cualquier renuncio. ¿Cabe en alguna cabeza que se expusiera a llevarse a una niña de seis años al desván para abusar de ella? La investigación dedujo que no se había producido el abuso, a pesar de que la madre consiguió grabar una especie de confesión a la pequeña. Al cabo de los años, aquella niña habla y pide que la crean. Yo la creo, creo que esa historia está en su cabeza, pero interpreto que fue construida por una madre manipuladora. También creo que se trataba de una familia disfuncional. Creo que hay famosos americanos que adoptan compulsivamente. Creo que Woody Allen es más que inocente, es un inocente, con esa escasa conexión con lo real, y menos con lo social. Él es un creador de sueños al estilo más clásico de Hollywood. Sus personajes viven fuera de su tiempo. Como él. En el tercer acto de su vida, llegó la realidad y le dio un zarpazo.
Por cierto, su nombre no estaba entre los firmantes del Harper’s. Porque no es un intelectual. También sabe amargamente que ninguno de esos intelectuales sacaron la cara por él cuando hubiera servido para algo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.