Entre la autenticidad y la asepsia
Las dos tendencias estéticas de la pandemia son la imposición de la sobriedad cuando nos mostramos desde casa y la búsqueda del minimalismo por seguridad sanitaria cuando salimos al exterior
Con las grandes crisis cambian nuestros valores estéticos. Se imponen nuevos hábitos que exigen una adaptación de nuestro entorno físico y, a la inversa, las transformaciones de nuestros espacios nos empujan a adoptar nuevas prácticas. En el transcurso de la pandemia actual, es posible detectar, al menos, dos grandes tendencias estéticas: autenticidad y asepsia. Por un lado, el confinamiento nos ha forzado a permanecer en nuestra intimidad a la par que compartirla con los demás de un modo inédito. Por otro, con el desconfinamiento, nos hemos encontrado con un mundo exterior en el que se aspira, por encima de todo, a la asepsia.
Nunca antes como durante el confinamiento nuestra existencia había estado tan mediada por la tecnología. Y, sin embargo, es posible que nunca haya sido más auténtica, en el sentido de mostrarse tal como es. La relación conceptual entre mediación y autenticidad ha sido especialmente intensa en las últimas décadas. Como señalan Wolfgang Funk y otros, la autenticidad depende hoy “de dar la impresión de ser inherente o natural, algo azaroso y no creado”, cuando a menudo “es el resultado de una cuidadosa construcción estética” en la que empleamos la tecnología “con el objetivo de lograr ciertos efectos que obedecen a determinadas razones”. El concepto de extimidad, acuñado originalmente por Jacques Lacan, se aplicaría a esa exhibición selectiva y mediada de lo íntimo a la que nos hemos acostumbrado en las redes sociales. Sin embargo, las posibilidades de construir estéticamente nuestra intimidad durante el confinamiento se ven limitadas en un sentido material y ético. Las aplicaciones de videoconferencia no permiten editar la imagen (solo sustituir el fondo por un fondo de pantalla) y, aun esforzándonos por escoger el mejor rincón de nuestra casa, el efecto rara vez es el que desearíamos. A ello se suma lo que la periodista Catia Hultquist definió como el corona look tras semanas de encierro: ropa cómoda, cabello crecido y desteñido y caras de aspecto lavado o, alternativamente, una coquetería del hazlo-tú-mismo con cortes de pelo, tintes y manicuras caseras. La situación de los influencers resume de manera paradigmática esta experiencia más generalizada. Privados de sus escenarios y atrezos habituales, el estado de ánimo general les condujo a emplear un tono más grave. “Estamos en un momento serio que genera conversaciones serias”, explicaba la influencer Elizabeth Savetsky, y, anticipaba, “esto va a cambiar la industria para mejor, haciéndola menos curada y más basada en la relación entre el influencer y su seguidor”.
Hacía tiempo que el exceso y la superficialidad no estuvieron tan fuera de lugar y de una manera tan extendida. El miedo a la enfermedad, el vértigo ante lo desconocido y la ansiedad que genera la incertidumbre sobre nuestro futuro nos han hecho individual y colectivamente vulnerables. Nadie, tampoco los psicólogos, están fuera de esta vivencia para apoyarnos desde una posición ajena a ella. Muchas personas han recurrido al diario como salvavidas intelectual y emocional durante el confinamiento y nos hallamos ahora ante un boom de publicaciones de este género literario, a priori el más genuino de todos.
Este espíritu de autenticidad nacido de la necesidad práctica y emocional del confinamiento podría permanecer en el tiempo. Mindfulness, atención o conciencia plena, es el concepto que emerge en el sector del lujo y de la moda para resumir el nuevo espíritu de época. Empatía, conciencia de los demás, pero también de las implicaciones éticas y medioambientales de nuestro consumo serían las claves a las que las marcas quieren responder. “Este cartel no tiene nada que vender, simplemente nos alegramos de volver a verle”, decían los soportes de una gran enseña publicitaria en las calles de París. El arquitecto Jonas Lencer cree que “la autenticidad definirá nuestro nuevo lenguaje visual”. La situación práctica que hemos enfrentado cada uno en nuestras casas durante el confinamiento, en la que “tratábamos de florecer con los recursos que ya teníamos a la mano”, sugiere Lencer, terminará emulándose en sectores esenciales como la construcción. Emerge un orgullo por la fabricación local y nacional que obedecería a esa misma necesidad de proximidad y sencillez.
Convive con esta corriente la consigna de la asepsia. Evitar el contacto entre nosotros, y entre nosotros y cualquier superficie es un imperativo sanitario que comienza a moldear visiblemente nuestra experiencia del mundo exterior. “Mires donde mires”, escribe el periodista Spencer Kornhaber, “ves eliminación”: desde las tiendas, donde el objetivo es que haya el menor número de personas posible en su interior, hasta nuestras caras, borradas por una mascarilla. Se impone un minimalismo extremo que “pone en evidencia el carácter inhumano que subyace a esta tendencia estética”, opina Kornhaber. En el ámbito del diseño, hace tiempo que los espacios abiertos, las superficies lisas y la sobriedad ornamental son signo de funcionalidad, modernidad y distinción. En la situación actual, son sinónimo de seguridad sanitaria: fáciles de limpiar, carecen de recovecos donde pueda sobrevivir el virus.
El protocolo hospitalario se instala en nuestra vida cotidiana. Antes de adentrarnos en el mundo exterior, nos colocamos mascarillas, viseras, guantes... Una vez en él, nos desinfectamos con gel hidroalcohólico y permitimos que tomen nuestra temperatura para acceder a determinados espacios. Ocultos tras nuestro material de protección, escasamente distinguibles los unos de los otros, se espera que nos movamos en una ordenada coreografía pública, delimitada por cintas, líneas en el suelo y pantallas de plexiglás que marcan la distancia mínima de seguridad entre nosotros. Se imponen las transacciones digitales, sin contacto. Si, como escribe Silvia Pizzocaro, “tocar es una forma de conocer”, en nuestra renuncia a esta experiencia sensorial hay algo de renuncia a entender el mundo material que nos rodea. Paradójicamente, mientras los más jóvenes, la generación touch, aprenden a no tocar y a no tocarse entre ellos, se educan en pantallas táctiles sobre ese mismo mundo que les envuelve.
No debe sorprender que algunos vean en la nueva normalidad y la búsqueda de asepsia elementos evocadores de una tradición estética propia de los totalitarismos. La uniformización e higienización de los cuerpos se traduce políticamente en la despersonalización del individuo y la purga de todo elemento percibido como peligroso para el organismo social. En la época moderna, el encuadramiento del espacio construido a través de determinados patrones y elementos repetitivos ha servido para facilitar el control de la población y evitar el desorden público.
La autenticidad y la asepsia parecen refutarse mutuamente y, al mismo tiempo, comparten una misma premisa: evitar o eliminar lo superfluo. Simplificando mucho, podríamos decir que, si para la primera, lo sobrante es lo creado y manipulado en exceso por el ser humano; para la segunda, lo superfluo es todo aquello que se reproduce sin control.
Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.
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