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Columna
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Agonía catalana

Un dirigente como Quim Torra, que divide a sus conciudadanos y les provoca más problemas de los que les resuelve, es un lastre

Xavier Vidal-Folch
Quim Torra durante la comparecencia de ayer en la que ha asegurado que "no acepta" la decisión judicial de la magistrada que ha rechazado el confinamiento parcial en el Segrià (Lleida).
Quim Torra durante la comparecencia de ayer en la que ha asegurado que "no acepta" la decisión judicial de la magistrada que ha rechazado el confinamiento parcial en el Segrià (Lleida).Toni Albir (EFE)

Gallegos y vascos han votado estabilidad. Eso es más que la mera continuidad. Es aquella continuidad que inspira confianza porque produce un entorno estable a lo largo del tiempo.

Los Gobiernos de Galicia y Euskadi han proporcionado una estabilidad basada en no agravar la división social y la fragmentación política; y en respetar el pactismo.

El lehendakari Urkullu ha practicado ese pactismo a ultranza. Internamente, con una alianza sostenible: el PSE. Simétrica, aunque voluntariamente, hacia el Gobierno central. El presidente Feijóo ha proclamado las bondades pactistas, contra la estrategia disruptiva de su partido, al aplaudir la coalición entre la democracia cristiana y la socialdemocracia alemanas.

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Es exactamente el ideario inverso al manual que siguen el president Torra y buena parte de su Govern. El nacionalismo vasco logra competencias, recursos y decisiones que amplían su mayoría social apoyando al Gobierno central, o fijando condiciones claras para hacerlo así en votaciones clave.

Hace tiempo que el presidente de la Generalitat practica lo contrario: lo fustiga en una abierta estrategia de confrontación. De enfrentamiento. Mientras ignora a más de media población. Si se ultima una mesa de diálogo Barcelona-Madrid, la prepara con los grupos secesionistas. O agrede verbalmente a los nuevos rivales soberanistas del Partit Nacionalista de Marta Pascal, acusándoles de “lealtad a España” (sic).

Más que un Gobierno, Torra preside una agonía, que acaba afectando a todos. Sus consejeros, de ERC y de Junts, se pelean entre sí, día sí, día también: sobre la mesa de diálogo, sobre las residencias de ancianos, sobre las votaciones del Congreso, sobre las (presuntas) corrupciones de Laura Borràs y su reflejo en TV-3... Pero no solo impone el enfrentamiento a su Ejecutivo. Lo extiende a las demás instituciones y a la sociedad que en teoría gobierna.

Adopta resoluciones a sabiendas de que son ilegales —el uso sectario de símbolos en los edificios públicos— o amaga contra resoluciones judiciales, como sucede ahora mismo con el confinamiento de Lleida.

Hace campaña partidista diaria durante el estado de alarma contra los errores reales o inventados del Gobierno central, y se revela incapaz de combatir el contagio en la desescalada; sin rastreadores; sin equipos; sin asignación de sanitarios de urgencia; con rebrotes entre los mismos ancianos de las residencias antes afectadas.

Reclama el doctorado de la independencia cuando la recentralización y ni siquiera aprueba el bachillerato de las competencias autonómicas en la posalarma.

Colofón: llama a la empresa a insubordinarse contra Madrid (“siempre me ha sorprendido que la clase empresarial catalana no se rebele”, arguye) y promete subvencionar (2,5 millones) a las Cámaras afectas.

Un dirigente que divide a sus conciudadanos y les provoca más problemas de los que les resuelve es un lastre. Dañino.


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