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Columna
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Ni un paso atrás

En vez de ir torturadas, las mujeres suelen escoger una alpargata vistosa o esa zapatilla que les permita andar sin sufrir dolores. Si los diseñadores son avispados tomarán nota de lo que hoy se ve en la calle

Elvira Lindo
Mujeres con tacones
Getty

Voy por la calle observando el calzado de las mujeres. Y saco conclusiones sociológicas de andar por casa. Esto me trae a la memoria al doctor Lozano, internista de una perspicacia extrema, que después de escuchar las penas y dolores del paciente, hacía preguntas insólitas: ¿cuánto andas, comes entre horas, qué haces después de cenar, trabajas en el mismo sitio que vives, qué calzado llevas? A mi suegro, hortelano al que la jubilación dejó sin huerta, le recetó un pequeño terreno para que no abandonara del todo el campo, y un cuaderno para dejar constancia de las cosas que había hecho a diario. Son recuerdos dulces, que me provocan admiración por quien a la pericia técnica sumaba la humanidad y la imaginación. También recuerdo que a Isabel García Lorca, hermana del poeta, que acudió a él por dolores de espalda, le recomendó que se comprara unas zapatillas con cámara de aire. ¡En el año 95! Desde entonces la anciana paseaba tan pichi, con su traje de chaqueta y sus enormes deportivas. Es probable que el sabio doctor le mirara los pies y se los viera apretujados y sometidos a un duro tacón.

Siempre me ha gustado observar cómo se calza la gente. Cuando vivía en Nueva York, todavía estaba en auge aquello de la ejecutiva en deportivas con los tacones metidos en un bolsazo. En la fila de asientos de las pedicuras constatabas lo que los tacones finos hacían con los pies de las mujeres. No he visto jamás dedos tan destrozados. Años más tarde, en Lisboa, he comprobado la ausencia de tacones. Si no quieres despeñarte por esas cuestas tremendas has de llevar un zapato plano y de suela de goma. Es la ciudad sin tacones.

En los días más oscuros del confinamiento nuestras horas de libertad callejera se ceñían a una sola actividad: el paseo. De alguna manera, volvíamos a aquella rutina social que en el pasado ponía el broche a la jornada. Hay una foto célebre de Catalá-Roca, Señoritas paseando por la Gran Vía, en la que aparecen seis mujeres cogidas del brazo adueñándose de toda una acera. Es una imagen del 52, las chicas lucen vestidos ligeros, que marcan la cintura, de donde desciende una falda evasé hasta por debajo de las rodillas. Podría ser cualquiera de las madres de mi generación. Ni flacas ni gordas, con esa carnosidad mediterránea que te protegía cuando eras niña. Y me fijo en sus zapatos. Son bajos o planos, porque esas chicas iban a entretener la tarde bajando y subiendo la gran avenida. Fue mucho después cuando la moda impuso plataformas de vértigo o tacones de 10 centímetros, tan de los noventa, que no permiten un andar largo y desahogado.

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Si los diseñadores son avispados tomarán nota de lo que hoy se ve en la calle. Que inventen adaptándose a los tiempos. El doctor Lozano fue todo un pionero porque en estos días las ancianas van subidas en flexibles zapatillas que les ayudan a equilibrar sus movimientos. Ya no volverán al zapatito de piel de calzado rancio salvo para una fecha señalada. Y es que los pies de las mujeres, viejas y jóvenes, se han ensanchado a fuerza de ir cómodos. Si usted se acerca una de estas tardes a las zapaterías donde guardamos cola esperando aviarnos para los paseos veraniegos, verá que las chicas se pasean ante el espejo zapatero con la misma coquetería de antaño, pero en vez de ir torturadas escogen una alpargata vistosa o esa zapatilla que les permita andar sin sufrir dolores.

Voy andando por la calle, con la inseguridad en el paso que provoca la mascarilla, y si se me cruza una mujer con tacones Letizia me vuelvo a mirar discretamente sus pasos. Me resulta anacrónico. Como de otro siglo. ¿Qué tipo de norma social o de moda induce a las mujeres a destrozarse los pies? Cuando vuelvo a casa veo mis viejos tacones en el zapatero. Ya no sé ni a quién regalárselos.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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